Rostros negros con una letra «S» herrada en una mejilla y la figura de un clavo en la otra, la marca indeleble en jeroglífico de esclavos.

Subidos en los escalones de la catedral de Sevilla eran vendidos a gritos al mejor postor para realizar las labores más duras impuestas por la nobleza, los mercaderes y el clero, que compraba a las mujeres como concubinas.

España fue un centro esclavista desde el siglo XIV hasta principios del XIX.

Africanos del oeste y del interior eran trasladados por miles en barcos que zarpaban desde el golfo de Guinea hasta Cádiz y Sevilla, dos ciudades en las que los negros llegaron a alcanzar en algunas épocas el 10% de la población, si es que la esclavitud podía incluirse en ese concepto.

El documental titulado Gurumbé, canciones de tu memoria negra, dirigido por Miguel Ángel Rosales, rescata ahora toda aquella historia y la influencia que los africanos ejercieron en la cultura de esta parte andaluza.

«La forma de llamar a la tierra pisando el suelo del flamenco viene de África.

Pero no solo eso, también las maneras de hacer las fiestas, los ritmos, los gestos», apunta Rosales.

Toda la herencia cultural de aquellos esclavos se recoge en esta película, que se estrenará en España en la Seminci de Valladolid en tres semanas.

Aparecen en el filme imágenes de senegaleses descalzos danzando sobre la arena Atlántica, chocando las manos contra las piernas, cogiéndose de las faldas al ritmo de la piel del tambor en escenas que se asemejan indubitablemente a las de una señora bailando en un tablao de Jerez o al enérgico zapateado flamenco de la bailaora Yinka Graves.

No hay gran huella en los libros de texto españoles sobre la presencia negra en España y Portugal en estos siglos, cuando la península abasteció de esclavos al resto de Europa y posteriormente se enriqueció con su mercadeo en los países de Latinoamérica.

«Esto es parte de la historia silenciada. No el resultado de una casualidad sino de un ocultamiento intencionado por el estigma que supone ser el centro esclavista más importante del mundo», considera Isidoro Moreno, catedrático de Antropología Social de la Universidad de Sevilla.

Es una historia callada, que oculta las vidas cotidianas de hombres y mujeres anónimos que encontraron fundamentalmente en la música, los cantes y los bailes la mejor forma de resistir a la opresión de sus amos, el consuelo a la soledad, y que dejaron la impronta de sus ritmos en las bulerías, las alegrías o los tanguillos del flamenco.

«No somos el resultado de las tres culturas. Somos cinco culturas junto a la gitana y la negroafricana y es importante recuperar esa memoria histórica», apunta Moreno, que cuenta que a Sevilla se le denominó el tablero de ajedrez por aquella presencia negra entre los blancos.

Pero sus ritmos fueron más lejos.

“La manera de hacer los contratiempos y las síncopas vino con ellos.

Tuvieron una influencia importantísima en el barroco europeo, y fue una de las grandes revoluciones de la historia de la música”, declara en el documental Fahmi Alqhai, reconocido violagambista y director del Festival de Música Antigua de Sevilla.

Luego, cuando Cristóbal Colón abrió las rutas con América, esos esclavos pasaron los ritmos de África a Andalucía y de allí a Latinoamérica, una región clave para el enriquecimiento de los españoles mediante la esclavitud, que generó fondos blanqueados con inversión en la industria textil o la construcción del ensanche urbano de Barcelona y el madrileño barrio de Salamanca, según aparece en el documental.

“María Cristina de Borbón, con su marido, creó una sociedad instrumental en París para dedicarse a la trata», asegura en la película José Antonio Piqueras, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Jaume I.

El extramuro de Sevilla fue una zona fulgurante de encuentros de negros liberados o rechazados por edad o enfermedad al tener prohibida la estancia nocturna dentro de la ciudad.

Fue ahí, donde un obispo, de forma excepcional, levantó a finales del siglo XIV un asilo para atenderlos.

Surgió entonces una perseguida hermandad de negros que aún se mantiene en Sevilla, llamada ahora Los Negritos.

“Es la hermandad de la Semana Santa más antigua de las que existen en la actualidad”, asegura Moreno, que ilustra también los fuertes vínculos de la entidad con Latinoamérica y cómo, por ejemplo, familiares de Antonio Machín han sido miembros de esta histórica hermandad, que tiene frente a su capilla una estatua del cantante.

Pero no solo en la música dejaron huella cultural.

Los esclavos trabajaban en minas, en el campo, y muchos de ellos en la ciudad, en talleres de pintores donde aprendían de pigmentos y disolventes con sus dueños.

El afroandaluz Juan de Pareja, esclavo de Velázquez y protagonista de uno de sus cuadros, llegó a ser un reconocido artista tras ser liberado por el pintor sevillano.

“También tuvo esclavos Murillo, y muchos de ellos trabajaron en la iconografía barroca de la ciudad”, añade Rosales, que indica que esta población aparece muy poco representada visualmente “por la irrelevancia tan grande en la sociedad”.

No obstante, quedan algunas obras como La cena de Emaús (La mulata), de Velázquez; Tres niños, de Murillo; o unos negros bailando ataviados con mantoncillos, flores en la cabeza y castañuelas en el cuadro Carro del aire, de Domingo Martínez (Sevilla 1688-1749), que testimonian ese pasado.

En literatura, además de hacerse presentes los personajes de negros en las comedias del siglo de oro, el protagonista fue un esclavo liberado conocido como Juan Latino que llegó a ser catedrático de Latín de la Universidad de Granada.

Se casó con con una mujer blanca, según las investigaciones de la profesora de esta Universidad, Aurelia Martín, que lleva 20 años estudiando la esclavitud.

«Fue el primer afroeuropeo que escribió en latín clásico», asegura Martín. Queda por reescribir el presente con la historia de los suyos.

Escrito por Ángeles Lucas para ElPais

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