La música y el satanismo siempre han tenido muchos puntos de intersección. Varios siglos antes de que el bluesman Robert Johnson le vendiese el alma al Diablo -de acuerdo con la leyenda-, en el cruce de caminos de Clarksdale, Misisipí, ya había músicos que afirmaban haber tenido relación con el Príncipe de las Tinieblas, aun en sueños, como es el caso del gran violinista Giuseppe Tartini.

Que nadie se alarme, ni busque a un exorcista. En toda época, relacionar una técnica o una pieza musical con los poderes infernales siempre ha acarreado un oscuro atractivo. Tartini es uno de los grandes nombres del violín de su época, de fama europea a mediados del siglo XVIII, y sin duda su obra está por encima de cualquier superstición demoníaca. No obstante, él mismo articuló una curiosa anécdota en torno a una de sus composiciones, la Sonata del Diablo, que la ha investido con un misterioso aura de ocultismo.

Giuseppe Tartini nació en 1692 en Pirano, que entonces era parte de la República de Venecia aunque hoy en día pertenece a Eslovenia, y su vida tiene visos de novela de aventuras, a juzgar por lo movida que fue su juventud, en la que, por lo menos al principio, la música no parece ser una de sus prioridades.

Aunque con doce años estudió en las Escuelas Pías de Capodistria y el plan de estudios incluía principios básicos musicales, posteriormente se decanta por el estudio de las leyes en la Universidad de Padua, a pesar de que su verdadera pasión era la esgrima, alcanzando nuestro hombre una excelencia en este arte que le llevó a plantearse seriamente el trasladarse a vivir a París para convertirse en maestro de armas. Probablemente se hubiese ido, pero se cruzó el amor en su camino.

Tartini cayó perdidamente enamorado de Elisabetta Premazore, aunque la baja condición de ella despertó la oposición de su padre hacia la relación. Tras el fallecimiento de su progenitor desposa a Elisabetta, ganándose la ira del cardenal Cornaro, el protector de la dama. Giuseppe Tartini huye de las acusaciones de secuestro y de la persecución  a la que le somete el mitrado, abandonando Padua disfrazado de peregrino y recalando primero en Roma y luego en Asís, donde pasó dos años escondido entre los frailes franciscanos.

Fue precisamente durante este largo encierro cuando retomó sus estudios musicales y, en concreto, cuando perfeccionó su técnica como violinista. Perdonado por el cardenal, abandonó su retiro y en 1714 se sabe que trabajó como violinista en un teatro de la ciudad de Arcona y que aprendió allí música de Giulio Terni. Volvió a Padua en 1716 y estuvo trabajando en la ópera y en 1721 obtuvo la plaza de “primo violino” y jefe de conciertos de la basílica de San Antonio de Padua, cargo que ocupó hasta su muerte, que tuvo lugar en 1770.

La fama de su talento trascendió las fronteras de su tierra cuando viajó a Praga entre 1723 y 1726 para prestar sus servicios al conde Kinsky y también al príncipe Lobkowitz. La obra de Tartini incluye más de cien conciertos para violín, sonatas en trío y 175 sonatas para violín, entre otras composiciones. Aunque sin duda la pieza por la que más se le recuerda es la demoníaca Sonata para violín en sol menor, también conocida como Sonata del Diablo o trino del diablo.

Compuso nuestro hombre su trino del diablo en 1765 y para muchos es lo más destacado de su acervo de composición. La asociación satánica viene de una anécdota del propio autor, que relató al astrónomo francés Jérôme Lalande, sobre un supuesto encuentro en sueños con el mismísimo Lucifer. Tartini le contó a Lalande que soñó el Diablo se convirtió en su siervo, merced de un pacto, y obedecía todos sus deseos. Sin embargo, en una ocasión le presta su violín y el Maligno ejecuta en él la más maravillosa sonata que el compositor hubiera escuchado nunca. Luego, intenta recordar la pieza diabólica para transcribirla, pero le sale algo a su juicio muy inferior, a pesar que reconoce que es lo mejor que ha escrito. De esta forma lo expresó:

Una noche, en 1713, soñé que había hecho un pacto con el Diablo y estaba a mis órdenes. Todo me salía maravillosamente bien; todos mis deseos eran anticipados y satisfechos con creces por mi nuevo sirviente. Ocurrió que, en un momento dado, le di mi violín y lo desafié a que tocara para mí alguna pieza romántica. Mi asombro fue enorme cuando lo escuché tocar, con gran bravura e inteligencia, una sonata tan singular y romántica como nunca antes había oído. Tal fue mi maravilla, éxtasis y deleite que quedé pasmado y una violenta emoción me despertó. Inmediatamente tomé mi violín deseando recordar al menos una parte de lo que recién había escuchado, pero fue en vano. La sonata que compuse entonces es, por lejos, la mejor que jamás he escrito y aún la llamo “La Sonata del Diablo”, pero resultó tan inferior a lo que había oído en el sueño que me hubiera gustado romper mi violín en pedazos y abandonar la música para siempre.”

 La anécdota nos descubre a un genio de la música que además supo construir un relato en torno a su obra, creando un aura maravillosa de misterio que ayuda a proyectar una pieza de excelente factura.

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