Víctor Balaguer, en su Historia de los trovadores (Madrid, 1878), se hace eco de la historia del poeta provenzal Pedro Roger, que igual que Gaucelm Faidit y Bernart de Ventadorn, cuyas historias hemos tratado en este blog, sufrió en sus carnes el rigor del amor no correspondido, gracias a lo cual nos ha legado magníficos poemas en langue d´oc.
Suena cruel decirlo así, pero si su dama le hubiese correspondido, probablemente no hubiera escrito piezas tan sentidas y sensibles.
Pedro Roger era un caballero descendiente de una noble familia de Auvernia, cuyos progenitores habían determinado, desde su más tierna infancia, que tenía que formar parte del estamento eclesiástico.
Sin embargo, el joven Pedro no sentía con la misma fuerza la llamada de la fe como sentía el deseo de vivir fiestas y aventuras.
Se veía a sí mismo más en la piel del caballero andante, o en su defecto, del trovador errante que es agasajado en las distintas cortes.
Y esta última es la vida que finalmente eligió cuando colgó los hábitos. Con su buena planta, según los cronistas de la época, y su ingenio para la composición poética, Roger no pasaba desapercibido en la vida cortesana de los distintos castillos y ciudades que visitaba.
Debieron ser unos días felices y desenfadados para él hasta que llegó a Narbona y conoció a Ermengarda.
Ermengarda de Narbona era una “bella y varonil princesa”, en palabras de Balaguer, en cuya culta corte se acogía y protegía a los trovadores.
Viuda de un español llamado Alfonso, estaba casada en segundas nupcias con Bernardo de Anduse, aunque dicen las malas lenguas que nunca llegó a quererle tanto como al primero.
Pedro Roger logró destacar y hacerse visible en la multitudinaria corte de Narbona, y un día se fijó en él la mirada de la soberana, de forma que al poeta le asaltó una pasión tal por ella que jamás le abandonó en vida.
Consecuencia directa de este accidente fue su conversión en un rápsoda de elevado verso, instrumento necesario ahora más que nunca para expresar sus amores.
Siguiendo la costumbre trovadoresca creó para su dama un nombre poético, de forma que Ermengarda pasó a llamarse en sus composiciones Tort no avetz, que quiere decir en provenzal algo así como “sin tacha” o “no tenéis tacha”.
Él escribe y escribe loas y alabanzas, hasta que la gente empieza a murmurar y a sospechar quién puede ser el objeto de deseo del poeta, pero Pedro no desvelará su identidad:
“No importa quién sea ni dónde se encuentre mi dama.
Yo soy su adorador, aun cuando no me corresponda. Mi corazón arde en silencio, sin vanidad y sin ruido, pues que ella ignora la dicha que me causa cuando la veo, la felicidad que me inunda cuando la hablo.
Todo cuanto me digan es inútil; jamás revelaré su nombre, pues temería perderlo todo dejando de ser amante ignorado.”
Pedro continuó con su galanteo anónimo hasta que un día Ermengarda llegó a saber que era ella, y no otra, la idolatrada Tort no avetz. De hecho el trovador llega a escribir:
“Ayer una de sus miradas me hizo feliz. Estoy condenado a no obtener nada más, ya lo sé, pero no por esto quedo menos reconocido a favor tan insigne”.
Las crónicas dan a entender que a este favor le siguieron otros todavía más insignes y que la “bella y varonil” dama empezó a sucumbir ante el galanteo de Pedro Roger.
Paralelamente arreciaron los comentarios y las habladurías, y Ermengarda, celosa de su honra y reputación, tuvo que alejar a Pedro de Narbona, ciudad en la que éste había habitado entre 1168 y 1177.
Alejose de Narbona con pesar y, junto con su amigo Rimbaldo de Orange, pasó los Pirineos y disfrutó de la hospitalidad de las cortes de Alfonso de Castilla y de Alfonso de Aragón.
A pesar del buen trato recibido por los monarcas, Pedro sólo pensaba en Ermengarda y pasaba los días cantándole a sus amores desafortunados:
“No importa lo lejos que esté de ella, es como si estuviese a su lado, como si fuera aún su huésped, pues que el amante sólo con la muerte se aparta de su amada”.
Volvió a Francia y recibió hospedaje en la corte del conde de Tolosa, desde donde pretendía obtener permiso para volver a Narbona, pero éste le fue denegado.
Desesperado, enfermo de amor como estaba, se apartó de la sociedad y se encerró en el claustro de Gaumont, de donde no volvió a salir nunca. Resulta conmovedor el desconsuelo que expresan los versos que escribió en Tolosa:
“Antes que ser rey del mundo entero, quisiera ser esclavo de aquella que es causa de mis penas. ¡Si pudiese al menos volverla a ver!”