Paradójicamente, unos de los más grandes críticos musicales del siglo XVIII español no era músico.
Hablamos del fraile benedictino Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro, un ilustrado de gran cultura e inteligencia, que hizo gala de un pensamiento abierto y liberal.
Le tocó vivir a caballo entre la España intelectualmente aislada de los últimos Austrias y la de los primeros Borbones, tras el Tratado de Utrecht, que puso fin a la Guerra de Sucesión.
Feijoo fue uno de los autores más leídos de su época al que no le faltaron detractores, tanto dentro de su orden como en España, Europa y América, con los que intercambió una intensa actividad epistolar.
La conciencia de su independencia intelectual le llevó a proclamar orgullosamente:
“Yo, ciudadano libre de la República de las Letras, ni esclavo de Aristóteles ni aliado de sus enemigos, escucharé siempre con preferencia a toda autoridad privada lo que me dictaren la experiencia y la razón.”
Nacido en Orense en 1676, tomó los hábitos a los catorce años en el Monasterio de San Juan de Samos.
Obtuvo los títulos de licenciado y posteriormente de doctor en teología en la Universidad de Oviedo, institución en la que más tarde ocuparía una cátedra de filosofía.
Llegó a ser nombrado gran maestre de su orden y abad de san Vicente en la citada ciudad asturiana, dignidad de la que gozó hasta su fallecimiento, que tuvo lugar en 1764.
Sus obras más renombradas son Teatro crítico universal y las Cartas eruditas y curiosas, que pueden haber sido de los libros más leídos de la primera mitad del siglo XVIII en España.
Teatro crítico universal está compuesto por 118 discursos publicados en nueve volúmenes entre 1742 y 1760, mientras que las Cartas constan de 166 ensayos publicados entre 1742 y 1760.
En ambos títulos trata Feijoo el tema de la música.
Dentro de su Teatro podemos encontrar el Discurso XIV, titulado Música de los Templos (se puede leer completo en el siguiente enlace), en el que el benedictino expresa su desagrado hacia lo que consideraba una tendencia decadente de la música sacra de su época.
En concreto, expresa su indignación acerca de las influencias italianas que impregnan de artificiosidad y amaneramiento la música que suena en los templos, añorando la sobriedad de tiempos pasados.
Merece la pena reproducir sus propias palabras, mucho más elocuentes que la posible interpretación de ellas que podamos hacer:
“El que oye en el órgano el mismo menuet que oyó en el sarao, ¿qué ha de hacer, sino acordarse de la dama con quién danzó la noche antecedente?
De esta suerte, la Música, que había de arrebatar el espíritu del asistente desde el Templo terreno al Celestial, le traslada de la Iglesia al festín..”
A su juicio, no era de recibo que las formas musicales utilizadas en sociedad y en la escena, para solaz y esparcimiento, tuviesen entrada en las iglesias.
No corresponden al culto los “Menuetes, Recitados, Arietas, Alegros”, pues la composición religiosa debe infundir “gravedad, devoción y modestia”.
Es Benito Feijoo un firme defensor del canto llano para el culto, al que alaba escribiendo con nostalgia: “cuánto mejor estuviera la Iglesia con aquel Canto Llano, que fue el único que conoció en muchos siglos”.
Y, sin embargo, reconoce no tener nada en contra del canto figurado o de órgano, el cual “hace grandes ventajas al Llano; ya porque guarda sus acentos a la letra, lo que en el Llano es imposible; ya porque la diferente duración de los puntos hace en el oído aquel agradable efecto, que en la vista causa la proporcionada desigualdad de los colores”.
Su protesta en este sentido se basa en el excesivo uso que se hace de él: “sólo el abuso que se ha introducido en el Canto de Organo, me hace desear el Canto Llano; al modo que el paladar busca ansioso el manjar menos noble, pero sano, huyendo del más delicado, si está corrupto”.
La afectación y el amaneramiento en el canto sacro de su época, importados de la música escénica, adquieren, a los ojos del benedictino connotaciones inmorales y pecaminosas: “¿Qué oídos bien condicionados podrán sufrir en canciones sagradas aquellos quiebros amatorios, aquellas inflexiones lascivas, que contra las reglas de la decencia, y aun de la Música, enseñó el demonio a las Comediantas, y estas a los demás Cantores?”.
Tampoco tiene Feijoo buenas palabras para los compositores de su tiempo, a los que compara con sangradores que se hacen pasar por cirujanos, escribiendo que “del mismo modo cualquiera Organista, o Violinista de razonable destreza se mete a Compositor”.
Lo que hacen es una suerte de collage, tomando elementos de aquí y allá, de sonatas y otras piezas, y lo que consiguen es dar unos “batacazos intolerables en el oído”.
El padre añora la seriedad de la música antigua a su tiempo, de la que no puede sino admirarse de que “haya caído tanto, que sólo gustemos de Músicas de tararira”, y culpa de ello a la influencia italiana que nos ha hecho “esclavos de su gusto”.
Piensa que los que defienden lo moderno están en un error y lo que hacen es estropear la música, “lo que llaman adelantamiento, es ruina, o está muy cerca de serlo”.
Y no faltan culpables, con nombres y apellidos, de esta decadencia, pues señala el autor a Sebastián Durón como el principal responsable de la llegada de las formas italianizantes a la música española: “siempre se le podrá echar a él la culpa de todas estas novedades, por haber sido el primero que les abrió la puerta”.
Efectivamente, este músico cortesano fue uno de los principales impulsores de la transición musical en nuestro país, a principios del siglo XVIII.
En cambio, Benito Feijoo no guarda malas palabras para otro gran renovador de la época, Antonio de Literes, de quien afirma que es de los compositores “que no han cedido del todo a la moda; o juntamente con ella, saben componer preciosos rectos de la dulce, y majestuosa Música antigua”.
Concretamente, expresa su deseo de que Literes se hubiese dedicado exclusivamente a escribir música sacra porque “el genio de su composición es más propio para fomentar afectos celestiales, que para inspirar amores terrenos”.
No son muchos los que sepan componer para los templos, que requieren de un sonido “que dulcemente calme los espíritus; no una travesura pueril, que incite a dar castañetadas”.
Como último apunte de esta breve relación sobre las opiniones musicales de Benito Feijoo, hay que señalar su abierta oposición a incluir el violín en la música de las iglesias, algo que sucedía en su época.
El benedictino no se manifiesta en contra de utilizar instrumentos musicales, especialmente, el órgano, “un instrumento admirable, o un compuesto de muchos instrumentos”, u otros “respetuosos y graves” como “la Arpa, el Violón, la Espineta”.
Pero considera que los “violines son impropios en aquel sagrado teatro” y que “sus chillidos, aunque armoniosos, son chillidos, y excitan una viveza como pueril en nuestros espíritus, muy distante de aquella atención decorosa que se debe a la majestad de los Misterios”.