Las capillas musicales fueron un instrumento que contribuyó a la creación y difusión de la música durante el Renacimiento en España. Aunque de origen remoto en el tiempo, durante los siglos XV y XVI alcanzaron su mayor esplendor como institución, de forma que prácticamente cada catedral tenía su propia capilla para apoyar musicalmente los actos litúrgicos y los eventos de carácter religioso.

Una capilla musical básicamente es un conjunto de cantores, compuesto por niños y adultos, orientado a la interpretación de música polifónica vocal bajo la dirección de un maestro y con el apoyo de un organista. Posteriormente, a lo largo del siglo XVI, fueron añadidos al conjunto algunos instrumentos de viento. Por razones presupuestarias el número de cantores tendía a ser reducido dado el coste que suponía mantener una estructura de estas características. Como ejemplo, la capilla de Burgos contaba con diez cantores adultos en 1538 y parece que ya era un número elevado.

Dentro del coro, a los niños estaba reservada la primera voz, que técnicamente se distinguía como cantus, superius, y, en España, tiple. El conjunto de adultos se dividía en función del timbre de voz como tiples, contraltos, tenores y bajos, que en latín se designaban como altus, tenor y bassus o bassis.

La autoridad artística de las capillas era ejercida por el maestro, al que antes del siglo XVI se conocía como “cantor”. La transición del título pasa por “cantor y maestro de mozos de coro” para quedarse finalmente en el escueto “maestro de capilla”. Su autoridad indiscutible que reflejada hacia 1533 en el Reglamento de los cantores y maestro de Capilla de Burgos:

“Que el maestro de capilla que ahora es o será tenga cargo de todo lo que se ha de cantar en el coro y todos los otros cantores le obedezcan y acaten, y él los trate con amor y acatamiento que ellos merecen.”

Resulta curioso que el maestro de capilla debía albergar en su casa a los seises o mozos de coro, responsabilizándose de su alimentación y vestido, así como de su educación, estando obligado a enseñarles a leer y escribir. A menudo contaba con un ayudante para llevar a cabo esta encomienda.

El grupo de niños de las capillas se denominaba “mozos de coro”, “cantorcicos” o “seises”, dado que ese solía ser el número de infantes. Parece ser que no era fácil encontrar cantores hábiles en la España de la época y era frecuente que los maestros viajasen abandonando sus demarcaciones para conseguir identificar y “fichar” a nuevos talentos.

La presencia de órganos en las catedrales como instrumento de apoyo artístico al culto se remonta a la Edad Media. El puesto de organista oficial se cubría por nombramiento directo o por oposición. Los organistas de las catedrales solían ser figuras de gran renombre, a juzgar por la importancia que les dan los textos de la época. En ocasiones, como es el caso de Burgos, el templo contaba con dos organistas, uno menos dotado técnicamente que acompañaba las misas diarias (para lo que no hacía falta una excelencia la teclado), y otro organista estrella, denominado “gran tañedor”, que intervenía en los eventos más señalados.

En la primera mitad del siglo XVI se incorporan a las capillas musicales conjuntos de instrumentos de viento que son conocidos como “ministriles”. En general se trata de flautas, chirimías, sacabuches, bajones y cornetas. En 1526 son aceptados en la catedral de Sevilla cinco ministriles asalariados, sin embargo otras sedes se muestran reticentes en principio a franquear la entrada de músicos. Quizá esto último se deba a los altos sueldos que exigían los ministriles.

Las capillas musicales constituyeron sin duda vehículos eficaces para impulsar la creación e interpretación musical, dotando a esta rama del arte de un halo institucional que contribuyó a afianzar su evolución y difusión.

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