En el Renacimiento español el arte de la variación o improvisación (utilizando una expresión moderna) era una práctica habitual desarrollada por los músicos de la época.
Siguiendo al pie de la letra las directrices que marca la consuetudo, todo músico -entiéndase instrumentista- era habilidoso «echando glosas» sobre piezas polifónicas o piezas compuestas para ser interpretadas con instrumentos.
La glosa y la ornamentación eran, junto a la sobriedad en el fraseo, variedad en temática y ritmo, realidad común dentro de la polifonía instrumental del siglo XVI, y de ella hay importantes referencias teóricas y prácticas.
Sin embargo, hablar de glosa u ornamentación dentro de la música instrumental es tocar un punto no exento de controversia.
La primera de ellas nos conduce a las discrepancias existentes entre los teóricos de la época.
Un ejemplo lo constituye fray Juan Bermudo que, aun mostrando algunas reservas, no se mostraba en absoluto partidario de dicha costumbre.
Esta afirmación podemos comprobarla en su Declaración de Instrumentos Musicales (Osuna, 1555) donde señala que «otra habilidad siento yo ser mucho mayor y mas difficultosa de poner en obra: la qual tambien es composicion de improviso y sin pensar…es echar remiendos que no se parezcan, es semejante al glosar coplas y alude, o parece al contrapunto forzoso» (lib. V, cap. XI, fol. CXXVIr.); aunque posteriormente hablaría de este arte con todo lujo de detalles, cuestión que nos induce a pensar que glosar, pese a lo que señala Bermudo, era una práctica habitual si bien aceptada con ciertas salvedades.
Por contra, firme defensor de estas prácticas tan habituales en todo tipo de música instrumental fue otro insigne teórico contemporáneo de Bermudo, Tomás de Santa María, que en su tratado sobre Arte de tañer fantasías (Valladolid, 1565) hace un encomiable elogio del arte de la variación y de la glosa en particular, aplicada en este caso a los instrumentos de tecla.
Otro motivo de debate lo constituye la terminología al uso.
La glosa era una forma de ejercitar la variación y por tanto posee una naturaleza muy concreta.
La forma de la glosa era un recurso común que, añadido a formas musicales precisas denominadas cláusulas o cadencias en sus formas melódicas, se usaba habitualmente por los músicos hispanos desde etapas anteriores al Renacimiento pleno.
Es probable que la variación instrumental se remontara incluso al siglo XV.
Mientras, los maestros vinculados a la música de tecla prefieren utilizar el vocablo «glosa», los vihuelistas parecen poseer predilección por el término «diferencia».
Empero, unos y otros siempre se referían a la variación que se apoyaba sobre un tema principal o cantus firmus.
La existencia de este apoyo melódico, que ejercía las funciones de columna vertebral de la composición, era el eje en torno al que articulaba la glosa. Además del cantus firmus, otro recurso fundamental fue el de los bajos ostinados, especialmente cuando se trataba de instrumentos de cuerda frotada.
El mejor ejemplo de ello lo tenemos en las fabulosas recercadas de Diego Ortiz.
A pesar de la amplia terminología al uso y sin ánimo de indagar con mayor profusión en dicha polémica, según el tratado de glosas de Ortiz, glosa y diferencia son términos asimilables ya que en su primer libro señala que «Hase de tomar el madrigal o motete, o otra qualquier obra que se quisiese tanner, y ponerla en el cimbalo, como ordinariamente se suele hazer, y el que tanne el Violon puede tanner sobre cada cosa compuesta dos o tres differencias, o mas».
Con todo, y a pesar de las matizaciones que pueden hacerse, la glosa puede considerarse como el adorno que varía un esquema inicial; de ahí que dicha palabra contenga dos aplicaciones: la de ornamentación propiamente dicha y la de la variación, como consecuencia de la introducción de elementos ornamentales.
Otro aspecto de la glosa es el referido a su puesta en práctica a la hora de la interpretación.
Todas las fuentes indican con mayor o menor claridad que la glosa era una habilidad propia de los músicos de la época y por tanto era habitual tanto en la interpretación de la música en su doble vertiente, sacra y profana.
La habilidad para glosar era uno de los requerimientos exigidos por los maestros de capilla de las grandes catedrales cuando se procedía a la contratación de nuevos músicos tras el conocido «examen de ministriles».
Todo los datos indican que la destreza en el arte de la variación arranca desde los primeros pasos de la educación musical.
Muchos de los músicos instrumentistas eran hijos de padres vinculados contractualmente a los grandes centros religiosos (calificados como «criados músicos») y de sus manos recibían una formación completa en el arte de su oficio.
Muchos de estos jóvenes músicos no sólo eran diestros en la glosa, sino que eran habilidosos tañedores de varios instrumentos como muestran ejemplos recogidos de la catedral de Sevilla donde tañedores de bajón eran ejercitados en chirimía e incluso otros instrumentos.
Con respecto a la glosa en la música sacra, sabemos que en Sevilla, el maestro Francisco Guerrero, ponía como condición que los músicos supiesen glosar con la única excepción de hacerlo a su tiempo.
Otra condición -y esta no era menos importante- es que nunca se debía glosar varias voces al mismo tiempo.
Esta prescripción del maestro sevillano nos está indicando no sólo que la polifonía era acompañada en no pocas ocasiones de instrumentos, sino que además se procedía al adorno o embellecimiento de algunas de las voces que normalmente se doblaba con diversos instrumentos.
La glosa en la música profana era un elemento igualmente fundamental en el embellecimiento de las piezas y por ello era puesta en práctica sistemáticamente a la hora de recurrir a la interpretación.
Tal debió ser la costumbre que pronto surgió la necesidad de regular dicho ejercicio.
Los tratados redactados en la época responden, en cierto sentido, a la exigencia de articular una glosa correcta dada la cantidad de veces que «se glossaba sin connoscencia».
A esta condición responde el inconmesurable Recercadas del Trattado de Glossas de 1553 del toledano afincado en Nápoles, Diego Ortiz.
El tratado consta de dos libros.
En el primero de ellos se hace una descripción detallada sobre el modo de articular la glosa; en el segundo se señala con todo lujo de detalles la aplicación del arte de la variación en el contexto de la vihuela de arco (violón o viola da gamba) acompañado del cembalo o conjunto de vihuelas de arco.
Ambos libros constituyen el ejemplo más relevante de un arte propiamente hispano que alcanzó en el siglo XVI altas cotas de expresividad y perfección.
Es muy útil este artículo, habla de lo que serán los antecedentes de la cadencia y cambio de tonalidades.