Cuando escuchamos alguna canción o simplemente los acordes, vienen a nosotros diferentes sentimientos, recuerdos y sensaciones.
Todas y cada una de ellas, ligadas a nuestro entorno social y conectadas a distintas etapas de nuestras vidas.
Así que, de vivir del otro lado del mundo, o no tener idea de lo que esos sonidos significaron para la cultura popular, ¿nos provocarían lo mismo?
Científicos de la Universidad McGill y la Universidad de Montreal tuvieron la oportunidad de responder a esa pregunta.
Sus hallazgos, publicados en Frontiers in Psychology, sugieren que la música no siempre es un lenguaje universal.
En lo profundo de la selva tropical de la República Democrática del Congo, un grupo de pigmeos viven en aislamiento de la cultura occidental.
No tienen electricidad, radios o teléfonos celulares.
Muchos nunca han escuchado una nota.
En un viaje al Congo, el antropólogo Nathalie Fernando de la Universidad de Montreal, les puso 11 extractos de canciones occidentales a 40 pigmeos.
Algunas canciones provocan sentimientos positivos en los occidentales.
Otros temas, como Psycho de Richard Wagner Tristán e Isolda, provocan sentimientos negativos o tristes en la cultura occidental, pero en los pigmeos no funcionó de esa forma.
«La respuesta emocional a esta música corresponde nada más a la ubicación geográfica» dice el neurocientífico Stephen McAdams, de la Universidad McGill, co-autor del estudio con Fernando.
«La idea de que la música es un lenguaje universal, yo realmente no lo afirmaría. Algunos aspectos de la respuesta emocional son muy específicos de esa cultura».
Según Fernando, así como los pigmeos califican a la música de su propia cultura por su calidad emocional, lo hacemos así todos los seres humanos al rededor del mundo. «Toda su música es generalmente optimista, juguetona», según McAdams.
«En Occidente, esperamos tener emociones negativas a veces. Incluso las buscamos», dice McAdams. «Cuando me siento triste, y quiero mejorarlo, voy a poner un poco de música triste.»
Pero en la cultura pigmea, no se aceptan los sentimientos de tristeza.
«Por lo general, tratan de deshacerse de las emociones negativas por cantar música feliz. Una de las principales funciones de la música en su cultura es evacuar malos sentimientos.
Los pigmeos Mbenzele son conocidos por su rica y compleja música.
«Todos en su comunidad música», dice McAdams. «Cantan, bailan y juegan instrumentos, comenzando a una edad temprana».
Así los pigmeos no utilizan la música para expresar emociones.
No es una cuestión sentimental, como en esta parte del mundo.
Como cazadores-recolectores, los pigmeos dependen de los bosques para su subsistencia; sienten que tienen una relación constante con el bosque, la música es la fuerza vital que los vincula con el bosque, como un cordón umbilical.
Es por eso que las canciones tienen que ser optimistas, alegres.
La energía positiva se utiliza para mantener las relaciones con los espíritus que viven en el bosque.
Así que la música debe inspirar energía positiva y es esa misma energía la que usan para ayudarse a cumplir las tareas y superar problemas.
Tienen música para cada una de las actividades cotidianas: la caza, pesca, recolección, duelo.
Si hay un desacuerdo en la comunidad, la música lo soluciona.
Claro que la comunidad no siempre está de buen humor, pero si van a llorar es claro que no será mientras oyen canciones tristes o que les evoquen momentos específicos.
La Música ¿un lenguaje universal?
Los tópicos funcionan solo en contextos muy determinados. Si cambiamos las variables que les dan sentido, su grado de validez se reduce prácticamente a la nada.
La música como lenguaje universal es una de esas ideas desgastadas que habría que matizar para rescatarla del lugar común al que la hemos condenado por el uso.
Si nos paramos a pensar lo que queremos decir con ella, apenas nos encontraremos con un simple estereotipo vacío de contenido.
Siempre me ha llamado la atención la fuerza de la música para dar cohesión a colectivos de individuos y hasta pueblos y naciones enteras.
Su capacidad para integrarse con las vivencias del hombre, para adquirir un valor simbólico o convertirse en seña de identidad, son potencialidades que al mismo tiempo encierran su punto débil cuando se trata de otorgarle un valor universal.
Los distintos grupos sociales tienden a desarrollar sus propios códigos que van desde jergas, rituales y usos compartidos a la exhibición de iconos y rasgos distintivos en el look.
El papel de símbolo, casi fetichista, que la música llega a adquirir le lleva a representar los valores propios del grupo y a ser usada como hecho diferencial, contribuyendo a mantener la cohesión de sus integrantes. Pero esa cohesión se consigue a costa de crear círculos casi herméticamente cerrados y a menudo excluyentes entre sí.
La música que sirve de estímulo a unos, a otros les irrita. La que no es aceptada como propia sencillamente es ignorada, cuando no despreciada. No hay más que observar las pasiones y rechazos que despiertan intérpretes, estilos o eventos sociales en torno a músicas de muy distinto perfil. En ningún caso aspiran a abrir fronteras sino, a lo sumo, a captar adeptos, como históricamente han consumado la política, la religión o el mercado, tratando muchas veces de manejar la música como fórmula de aculturación o simplemente como recurso para conseguir el poder.
Las distancias las marcan en buena medida factores culturales, educacionales o generacionales de gran profundidad. No resultará fácil sentar en la misma mesa para hablar de música a un devoto de Beethoven, un entusiasta de Stockhausen, un seguidor de Beyoncé y un aficionado a la copla española. Y en este contexto el folklore de los pueblos es el gran olvidado, incluso relegado a un mero exotismo marginal por parte de las corrientes musicales dominantes.
Pero hay más. Las capacidades perceptivas del oído y los mecanismos por los que damos sentido musical a los sonidos que oímos no son en absoluto universales. Las escalas, ritmos, armonías o sonoridades de un entorno cultural no son fácilmente asumibles por el resto. La escala de 22 srutis hindú no puede reducirse a los 12 semitonos occidentales, y aquéllos son percibidos por éstos como simples desafinaciones. Lo mismo sucede con las estructuras y sonoridades de algunas músicas islámicas y orientales, con el empleo de microintervalos melódicos, conglomerados armónicos, recursos tímbricos y expresivos o simplemente el valor relativo del silencio.
Conceptos como el de universal aplicados a la música parecen buscar más la uniformidad que el respeto por la diferencia, apoyándose antes en la imposición que en el diálogo inter-musical. Son restos de culturas imperialistas de las que nuestras sociedades modernas aún son deudoras.
Seguimos en parte atrapados en el prejuicio egocéntrico del hombre occidental por el que a menudo nos consideramos en poder de la verdad trascendente, atribuyéndonos la potestad de medir y valorar el conjunto de la humanidad a nuestra imagen y semejanza.
Aprendamos a amar las músicas de los demás y a convivir con ellas, sin imponer nuestros esquemas de conocimiento y comportamiento, por muy sofisticados y sublimes que los consideremos.
Antonio Narejos | narejos.es
me agrado el contenido gracias : )
me encanta como expresa el hecho de que hoy todo se basa en ser iguales,y por ello se asume que con la musica debe ser igual (NO A LOS ESTEREOTIPOS)