Así titulaba este artículo «El Mundo» sobre la familia Savall, que hoy recuperamos para todos los amantes de la música antigua en memoria a Montserrat Figueras.
El padre, Jordi Savall, es uno de los mejores conocedores de música antigua del mundo y rescató la viola de gamba. La madre, Montserrat Figueras, una reputada soprano.
La hija mayor, Arianna, también soprano, toca el arpa. Y el hijo pequeño, Ferrán, canta y toca la tiorba, otro instrumento antiguo parecido al laúd. Un día les animaron a tocar juntos y acabaron grabando un exitoso disco.
El Metropolitan de Nueva York les ha abierto sus puertas.
Hubiera sido un buen guión para Woody Allen. Lo dijo Jordi Savall, pater familias, y llevaba razón: lástima no haberlo filmado.
Sucedió la tarde de un domingo de diciembre, en su casa de Bella Terra, Barcelona.
Los hombres nos reciben y nos conducen al estudio acristalado, suenan las voces limpias y ligeras de las dos mujeres en la escalera, dos sopranos con idéntico color.
Ya llegan y se sientan en torno a una mesa redonda, padres e hijos; Jordi sirve un té de arroz japonés en cuenquitos posados sobre marfil, y prende un incienso que se apodera de la estancia y sus moradores.
El estudio es una caja de cristal y madera, y la luz, único elemento decorativo; el resto es Literatura, Historia y Música, mapas, grabados antiguos, instrumentos, partituras y rincones para el recogimiento, que van surgiendo como por magia, como en el resto de la casa.
Hay en el jardín un estanque japonés y un pequeño anfiteatro que construyeron sin saber que en su epicentro la voz se multiplica, y hay sobre un gran árbol una cabaña que recuerda a aquélla donde el maestro Sainte-Colombe guardaba los secretos de la viola de gamba; se aúpa el diminuto gabinete sobre maleza, junto a un huerto excelsamente delineado que les da de comer sano. Hay una sensibilidad y educación en ellos de otro tiempo, delicada; hablan un catalán tan suave, con tantas acepciones, tantos idiomas aprendidos y cantados, que se confunde y suena tal vez francés.
Les hice una pregunta, simple, y todos quisieron responder enseguida: si uno de ellos no fuera músico, ¿soportaría tanta pasión musical?, ¿soportaría vivir en esta familia? La madre propone que contesten por orden y es Arianna (33 años) la primera en hablar, clara, como su voz: «Quizá sería más fácil soportarlo».
También lo cree así su hermano, Ferrán (27): «Por un lado hay mucha complicidad, pero cuando los límites entre afecto y trabajo se funden, a veces el resultado es bonito y otras es duro».
Toma la palabra el padre: «Lo que están diciendo es que no todo es como aparenta ser».
Ríen, y es entonces Montserrat Figueras, la madre, pausada, elegante, quien interviene: «Muy a menudo el público queda encantado de tanta armonía, y claro que la hay en el fondo, llevamos largos años juntos, pero una cosa es ser padres e hijos y otra, ser colega».
«Nunca puedes dejar de ser padre, eso te acompaña siempre», añade su esposo, y cada vez que añada algo fuera de turno su mujer le dará un golpecito en la pierna. «Esto es un reto que la vida nos ha puesto», concluye ella.
La conversación se iba hilvanando con ritmo, ágil, y así sucedió hasta que creció la noche y la estancia se iluminó para posar ellas con sus arpas antiguas, ellos, con viola y tiorba.
Y en aquellos breves minutos, no pudieron evitar la música, y empezó Ferrán a improvisar y le seguía la hermana, y nadie creería que aquello salía desnudo de sus almas: sin libreto, sin líricas escritas. Terminaron casi amontonados en el hueco de la escalera, entre el refectorio y la cocina, que ya humeaba los aromas de la cena, pero no podían los músicos dejar de entonar.
Hablaron de otras muchas afinidades que comparten (no, no es su música una pasión única ni egoísta) y, sobre todo, de la entidad personal que por encima de todo conservan. «Somos los cuatro seres muy sensibles y tenemos muchas curiosidades comunes; nos separan la edad, las generaciones y el mundo de cada uno» (Montse).
Ejercicio de humildad. Curiosidades como la medicina, la ecología, el teatro, el cine, citan, «nuestra vida no está especializada en la música, sino en una diversidad», vuelve Jordi: «Yo creo que lo más positivo de esta experiencia de conciertos en familia es que nos ha obligado a un ejercicio de humildad con respecto a nuestros hijos. Nosotros tenemos mucha más experiencia pero aprendemos de ellos todos los días, de sus inquietudes; y viceversa.
Y esto a veces para mí es duro: tengo que buscar la forma más sutil de corregir, para no herir sensibilidades muy profundas. Yo tengo mucha menos autoridad en este cuarteto que en ninguna otra formación».
Y el resultado, dicen (pudimos escucharlo breve), es más intenso, más emotivo que el de cuatro músicos al arbitrio.
Buscando las diferencias generacionales entre ellos, esas sensibilidades que, dicen, intercambian, Jordi tomó mi palabra y preguntó a su hijo: «¿Tú cuando das un concierto difiere mucho de cómo lo haría yo?» Y él: «Depende, es tan abstracto que cuesta analizarlo racionalmente, pero está claro que la base es muy similar en los cuatro, por genética y por formación.
Pero esto es digamos el fondo, en la cáscara sí nos distanciamos, en la búsqueda de otros estilos y sensibilidades. Vuestra estética es muy particular y yo busco otras vías, investigo».
Ferrán ha adaptado a grandes del rock como Frank Zappa a su tiorba (de la familia del laúd). «Bueno, en realidad empecé yo», tercia Arianna, «yo interpreté mis propias composiciones con un arpa barroca, triple, que tiene una sonoridad mucho más directa que la clásica del siglo XVIII. La mezcla de lo moderno con la sonoridad antigua es muy interesante». «Son instrumentos perfectos para acompañar voces intimistas como las vuestras» (la madre).
Otra singularidad del cuarteto es que apenas tienen que trabajar las piezas ni intercambiar pareceres: son saberes antiguos que comparten tal vez desde antes de nacer. Cuanto menos ensayan, mejor, y nunca antes del concierto: improvisan, sienten: «Lo más bonito es que respetamos los espacios de cada uno» (Montse). «Tenemos una raíz común muy fuerte, y cuando estamos haciendo música, aunque justo antes nos hayamos peleado, que puede pasar porque somos humanos, surge una atracción que hace que aquello tenga una fuerza particular» (Jordi). «El concierto nos hace sublimar las tensiones. La música es como la vida, hay momentos maravillosos y otros en los que sufres, y no puedes escoger, el público espera. La propia música te ayuda: le ocurre a todos los intérpretes», termina la madre.
Lo más complicado es organizar las agendas (Jordi Savall dio el pasado año i80 conciertos por el mundo, con sus distintas formaciones), aunque su vida siempre nómada les ha acostumbrado a ello, y buscar huecos a la familia: «Vivimos el momento», cuenta la madre, «y el día que estamos juntos se hace una buena comida y se habla»: son los días de Sant Jordi y Montserrat, Navidad y poco más. Y luego están los viajes del cuarteto, en los que apenas se ven para el concierto: la independencia es un lema fundamental: «La música es un lenguaje muy emotivo, el músico es un ser muy vulnerable, uno tiene que sentirse libre y dejar que la emoción circule» (Montse).
Empezaron a tocar juntos hace cuatro años, se lo pidieron en L’Escala, pequeño pueblo de la Costa Brava donde tienen un apartamento de vacaciones junto al mar. «No lo pensamos mucho, no creímos que tuviera consecuencias, buscamos qué piezas podía aportar cada uno y listo. No fue una gran decisión», cuentan entre todos. «Nunca pretendimos hacerlo de un modo estructurado: un proyecto con la familia». Pero salió bien, volvieron a pedírselo, dieron conciertos benéficos y finalmente grabaron un disco con su propio sello, y les llamaron para presentarlo en el Metropolitan de Nueva York. Nota: la mayoría de sus proyectos tienen mejor acogida fuera de España: Francia, Estados Unidos y Alemania sobre todo.
Sin embargo, Savall y Figueras siempre habían insistido en preservar la independencia musical de sus hijos, para evitar que les juzguen por dos apellidos tan conocidos. Algo bien difícil. «Siempre seremos los hijos de Jordi y Montse», dice Arianna, pragmática; «tenemos unos padres relativamente famosos, pero a mí no me molesta». Vuelven a reírse, todos. «Bueno, a mí ya me han preguntado un par de veces si era vuestro padre», bromea Jordi. Fue Ferrán, con la carrera mucho más indecisa aún, quien trató de acotar la vida del cuarteto: «A mí sí me afectó. Yo pasé de tocar en la calle a subirme a un escenario en EEUU, y aquello era una maquinaria que cada vez iba adquiriendo más importancia e iba tomando demasiado espacio en mis propias cosas, así que pedí que no hiciéramos tantos conciertos. Yo prefiero empezar de cero por mí mismo que encontrarme de repente arriba: la vida no es esto».
Espontáneo y maravilloso. No grabaron más discos. «No queremos sentirlo como una obligación, el disco fue maravilloso porque fue espontáneo, no calculado; sólo volveremos a grabar cuando sintamos la necesidad, sin urgencia», lo explica Jordi. Un solo disco (Du temps & de l’instant) entre los 55 que ha editado su sello, Alia Vox, que el pasado enero cumplió i0 años y que ha vendido en total dos millones de copias, cifra o proeza tratándose de una música tan minoritaria de partida.
Arianna entonces llevaba ya un camino recorrido, había grabado en solitario y con otros grupos, toca y canta en las formaciones fundadas por sus padres («tocar con mis padres era como viajar en Rolls-Royce») y también junto a su marido, Peter Udland, con quien los dos hermanos forman un trío singularísimo, bello y espontáneo.
Para que todo esto sucediera, los hijos debieron superar un rechazo, una negativa común por otro lado en casi todos los hijos: no ser lo que sus padres eran. Pero uno no se hace músico de la noche a la mañana, ¿cómo consiguieron los padres que aprendieran el arte? «Sin que ellos se dieran cuenta», dice Jordi. «El secreto», revela Montserrat, «fue buscarles siempre muy buenos maestros, que estudiaran sin apenas darse cuenta». «Bueno, perdón», interfiere Arianna, «yo estudié como una negra; lo necesitaba, por mi inseguridad.
Y me moría de ganas de cantar, pero como mi madre lo hacía tan bien, no me atrevía. Y cuando por fin empecé, tarde, me encerraba en la habitación para que nadie me escuchara: tenía que encontrar mi propia voz, mi identidad frente a ella, porque las dos tenemos el mismo registro y un timbre muy similar, y ella siempre ha sido un ídolo para mí». Y a la madre, «esto lo sabes, Montse». Y la madre, «fuiste muy tímida, pero todos entendimos que buscabas tu mundo. Y ahora tienes tu propio estilo, sin duda».
Ferrán dice que él no era muy consciente de que las cosas iban sucediendo, la música era lo más normal en su familia, era algo que no se cuestionaba; cogía el violín, lo dejaba, cogía el piano, se cansaba… «Era un niño, hasta que a los i6 años empecé con la guitarra eléctrica, más por la influencia de Nirvana que por la de mis padres, y ahí dejé los estudios, porque era un desastre».
Y se convenció de que sería músico sin remedio: de la eléctrica a la clásica, de ahí al laúd y luego a la tiorba, y la escuela de canto en Alemania. Ferrán anda aún buscando, curioso, sobre el legado de la música antigua, que es un poso en su voz y su sonoridad. Cuentan sus padres, y después de escucharlo doy fe, que empezó a hacer improvisaciones con 6 años, con la voz y el instrumento que en ese momento estudiara: cantaba o inventaba canciones que nadie sabía dónde había escuchado.
La primera percepción musical, memoria no verbalizada, la tuvieron en el vientre de su madre: la voz de Montserrat Figueras.
Lo cuenta ella misma: «Mientras estaba embarazada de Arianna, yo cantaba mucho un programa de música sefardí. Cuando años después la escuchamos juntas, ella me dijo: ‘Ah, es como si lo hubiera oído toda mi vida, es una sensación distinta’. También su amor por la música contemporánea le viene de mi embarazo, porque nunca más volví a cantarla y sin embargo ella la lleva dentro».
El padre añade algún momento más, ya en la primera infancia, como cuando tocaba Les folies de Marin Marais y la pequeña llevaba el ritmo en su mecedora, o las noches que pasaba acunándola con nanas catalanas: «La música ha sido siempre nuestra forma de comunicarnos». Renunciaron los padres a programar óperas, por ejemplo, o a programas de más de una semana, o a ir a América mientras los niños eran pequeños. «Yo no renuncié a nada, siempre he hecho lo que he querido», dice Montse bien alto: «Fue una suerte tenerlos, y poder incorporarlos a nuestra vida de nómadas; si no, no hubiera habido nada más que estudio y ensayo». «Sí, en verano, siempre que podíamos, venían con nosotros», dice el padre.
Arianna. –Bueno yo la idea que tengo es que hemos pasado épocas de la vida en la que no habéis estado y esto da lugar a carencias, de las que después aprendes. A mí de pequeña me hubiera encantado irme un mes de vacaciones con mis padres, como hacían todas mis amigas.
Jordi. –¡Íbamos siempre!
Arianna. –No.
Montserrat. –A ella le ha quedado esa idea.
Ferrán. –Venga, va, que esto no es una terapia.
Pero bien hubiera dado para un filme de Woody Allen. ¿Son una familia perfecta? De nuevo todos quieren tomar la palabra («¿qué es una familia perfecta?, eso no existe, qué aburrido», Arianna), y por vez primera Jordi se impone:
«Como soy el mayor, me vais a dejar hablar: somos una familia privilegiada porque gracias a la música podemos hacer cosas juntos que nos permiten a cada uno ser uno mismo y ser felices, y esto lo compartimos con el público».
Fuente: ElMundo
No era conocedor de esta música, pero cuando la descubrí quede impresionado. Es impresionante como toca ese instrumento Jordi Savall, en cuanto a la voz de Monserrat Figueras, es impresionante, muchas gracias por tan maravilloso regalo. Esto es musica.
tengo el diaspora sefardi, UNA OBRA MAESTRA