Su voz siempre nos llegó desde el otro mundo, atravesando ese puente entre las almas, entre los tiempos, entre los pueblos, que es la música. Una voz inconfundible porque era la suya, la de Montserrat Figueras, que aun a los 69 años sonaba limpia, fresca y más joven que nunca. Una voz inconfundible porque era, en sus propias palabras, un espejo: el espejo de nuestra historia, el espejo de nuestra cultura, el espejo de nosotros mismos.

Su voz siempre nos llegó desde otros mundos, que son también el nuestro, aunque se nos olvide. España ha sido un crisol de culturas, de idiomas, de gentes, de filosofías, que siguen viviendo en cada uno de nosotros. Los Reyes Católicos no consiguieron echar del todo a los judíos ni a los musulmanes, porque seguimos disfrutando del sábado (‘sabbat’), de los números árabes que se iluminan en los ‘smartphones’, del arroz y los besos en la mejilla, y de tantos otros elementos culturales que son tan íntimamente nuestros como suyos.

A lo largo de la historia, la sangre y las costumbres se mezclan y se comparten como las gotas de agua en un río que fluye.

Montserrat, junto con Jordi Savall y toda su familia, consagró su vida al encuentro de esta verdadera armonía de las civilizaciones. La música, más que cualquier arte, nos permite literalmente vibrar con las ideas, las visiones y las pasiones de otras culturas. Y dentro de la música, la voz es quizás el instrumento que mejor puede revivir a esas personas que, como nosotros, vinieron a este mundo para crecer, trabajar, bailar, luchar, amar, reír y llorar. Escuchar a Montserrat Figueras interpretar una nana sefardí del siglo XV era encontrarse ante una mujer de hace 500 años cantando, con todo su amor y ternura, «Nani, Nani» a su bebé. Era encontrarse ante cualquier mujer cantando una nana junto a la cuna. Toda barrera de tiempo, toda diferencia cultural se desvanecía en su música.

La voz de Montserrat resucitó, para el deleite y pasmo de su público, incontables voces olvidadas, de monjes y trovadores, poetas y profetisas, amantes y lavanderas, cristianos y musulmanes, europeos e indígenas americanos. Y las emociones que suscitaban y siguen suscitando, nos recuerdan que las diferencias entre unos y otros se quedan siempre en la superficie, digan lo que digan los fanáticos y los intolerantes. En el fondo nuestra humanidad nos une. Pero para entender este mensaje hay que escuchar estas voces, como decía Monserrat, no sólo con los oídos sino con el alma.


Ahora, a todas estas voces del pasado se une también la suya, una voz que seguirá viva cuando ya se hayan olvidado estas elecciones, estos bancos intervenidos, e incluso estas vidas que estamos viviendo con la misma pasión con que lo hicieron en el siglo IX o XVI. Porque Montserrat Figueras no fue una cantante improvisada, catapultada al estrellato por algún concurso-reality televisivo. Trabajó durante años, junto con su marido y colaborador con paciencia, tenacidad y pasión, en la búsqueda interminable de música antigua que se volvía nueva, de formas de interpretar arcaicas y rompedoras, y sin duda incluso de los misterios de la propia vida, para llegar a la cima de su arte. No por ello mostró el menor atisbo de arrogancia. A pesar de haber logrado un reconocimiento internacional, actuando en los más prestigiosos escenarios del mundo, mantuvo siempre la humildad de las grandes artistas de todos los tiempos. Y con esa humildad y naturalidad, compartía su arte y su sabiduría, convirtiendo cada concierto en una auténtica clase magistral, musical, cultural, histórica y humana.

En una época en la que el ruido de las ciudades nos atruena, la voz de Montserrat Figueras recupera el silencio de los claustros, el gemido del amante, la pregunta del sabio. En medio del susto y griterío de ‘la crisis’, rescata los verdaderos tesoros de la humanidad. Ante la superficialidad de una sociedad en la que todo se fabrica para usar y tirar, nos adentra en las profundidades insondables y eternas del espíritu humano.

Gracias Montserrat. Te seguiremos escuchando, desde este mundo, con el alma.

Escrito por Javier y Eduardo Jáuregui

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