Dedicado a Raquel Andueza, cuya voz maravillosa me transportó por vez primera a aquella Venecia de Cesti y Cavalli.
En la tercera década del siglo XVII la ópera en Venecia había florecido como un espectáculo sublime y majestuoso que impresionaba a propios y extraños.
Aparte del público local, la ciudad de los canales, por sus particulares características económicas, culturales y geográficas, acostumbraba a recibir y albergar numerosos contingentes de visitantes que constituían un público potencial para el nuevo fenómeno.
Viajeros de la época, como el británico John Evelyn, quedaban deslumbrados ante la grandeza de lo que veían suceder sobre el escenario.
Él mismo lo describió en su diario como “una de las más magníficas y onerosas diversiones que el ingenio humano puede inventar”, en la que las obras eran representadas por los “más excelentes músicos vocales e instrumentales”, y que además, hacían gala de una puesta en escena llamativa y sorprendente, pues nos habla de “máquinas volando por el aire” y de “otros elementos móviles maravillosos”.
La ópera no nació en Venecia; ya desde principios de siglo afloraron este tipo de representaciones en Florencia y otras ciudades italianas.
Y sin embargo, es allí donde se profesionaliza y donde se convierte en un sector de actividad económica, en suma, donde se erige como un espectáculo popular lejos de las exclusivas cortes de los príncipes y de las audiencias limitadas.
Porque la ópera veneciana surge como un modelo de negocio basado en la producción de espectáculos y orientada a la rentabilidad económica, cuyo empuje comercial conlleva la aparición de “sectores auxiliares”, como los llama la teoría económica contemporánea, que pudiesen suministrar a los teatros de libretistas, compositores, cantantes, diseñadores, carpinteros, pintores, tramoyistas y demás servicios profesionales en oferta suficiente de forma que llegarán a competir simultáneamente numerosos montajes de distintas empresas, como ocurre en Broadway en nuestra era.
La Serenísima República ha donado a la historia de la música grandes nombres de la ópera barroca, como Claudio Monteverdi, maestro de coro y director de la catedral de San Marcos hasta su muerte en 1643, que retornó al género los últimos años de su vida tras haberlo abandonado hacia 1630, quizá por considerarlo poco compatible con su cargo en el templo.
Francesco Cavalli (1602-1676) y Antonio Cesti (1623-1669) constituyen los pilares sobre los que se desarrollará toda la escuela veneciana, estableciendo una poderosa influencia sobre la siguiente generación de compositores, compuesta por Marco Antonio Ziani, Pietro Simone Agostini, Giovanni Antonio Boretti y Antonio Sartorio, y por los grandes maestros Giovanni Legrenzi, Alessandro Stradella y Carlo Pallavicino.
La ópera como género había nacido a principios de siglo y había conocido sus primeras manifestaciones en Roma, Florencia y Mantua, de la mano de músicos como Jacopo Peri o el mismo Monteverdi.
Se trataba de un espectáculo para círculos elitistas reducidos, que el jesuita Giovan Domenico Ottonelli clasifica en dos categorías en su libro Della Cristiana moderatione del teatro (1652).
Por una parte, las representaciones que tienen lugar en los palacios de los príncipes y de otros señores seglares o eclesiásticos, y por otra, las que denomina académicas, que son promovidas por ciudadanos de talento, gente distinguida y académicos.
Frente a estas, sitúa a la ópera veneciana -denominada por él como mercenaria-, que a diferencia de las anteriores está orientada a un público amplio.
Esta última categoría, poco respetable a los ojos del jesuita, debe su nombre al hecho de que los miembros de las compañías que las representaban lo hacían por afán de lucro; en palabras de Ottonelli “músicos mercenarios y actores profesionales, quienes, organizados en una compañía, son dirigidos y gobernados por uno de ellos, actuando como autoridad y cabeza de los otros”.
Una de estas compañías ambulantes, dirigida por Benedetto Ferrari y Francesco Manelli, llevó la ópera por primera vez a la laguna veneciana durante el Carnaval de 1637 desencadenando así un fenómeno que ha condicionado la forma que adquirió toda la ópera posterior.
Salvando las distancias, la ópera comercial veneciana se ajusta a lo que la economía moderna conoce como clústers sectoriales, un fenómeno estudiado y sistematizado por el catedrático de la Escuela de Negocios de Harvard (HBS) Michael Porter.
Porter es una referencia obligada en el campo de la dirección estratégica de empresas y ha analizado por qué en determinadas áreas geográficas se producen concentraciones de empresas relacionadas con una actividad económica, superando a otras zonas en competitividad y generación de riqueza.
En sus propias palabras (Clusters and the New Economics of Competition. Harvard Business Review, 1998) “un clúster es una concentración geográfica de empresas e instituciones interconectadas en un campo en particular”.
Y añade que los clusters incluyen, por ejemplo, “suministradores de insumos especializados, como componentes, maquinaria y servicios y proveedores de infraestructuras especializadas”.
El ejemplo inmediato de clúster que nos viene a la cabeza es Silicon Valley, una gran concentración de empresas de la economía digital, pero también hay muchos otros, como la industria vinícola californiana o la de las manufacturas de cuero en Italia, que incluye marcas como Ferragamo o Gucci.
Y no se trata de un fenómeno únicamente ligado a la producción manufacturera, pues la industria cinematográfica de Hollywood encaja también en la definición de clúster.
Siguiendo el razonamiento de Michael Porter, podemos establecer cómo la estructura de clúster, todavía en una fase muy primitiva del capitalismo, benefició en términos competitivos al sector de la ópera veneciana que nacía en las primeras décadas del siglo XVII.
Por una parte, se produce un aumento de la productividad de las empresas del área en cuestión.
En nuestro caso tratado, la aparición de un “mercado”, con una oferta compuesta por numerosos teatros que ofrecen producciones y una amplia demanda ciudadana, obliga a poner en escena cada vez mejores producciones con el menor coste posible.
El segundo elemento que subraya Porter es que se trata de un modelo que dirige el ritmo y la dirección de la innovación.
Finalmente, el tercero, que es un esquema que permite a cada miembro participante beneficiarse igual que si se hubiese unido a los otros formalmente, algo que queda claro en el ejemplo veneciano cuando todos los agentes que intervienen en una ópera reciben su retribución, en función del éxito y la originalidad del producto, y no como anteriormente, dependiendo de la protección y magnanimidad de un mecenas.
De cara a realizar un análisis económico más pormenorizado de los rasgos característicos de la escuela operística veneciana, podemos utilizar la herramienta metodológica conocida genéricamente como el Diamante de Porter, que estudia los distintos grupos de factores que determinan la ventaja competitiva de un ecosistema productivo concreto, ya sea un país, una región o un distrito industrial.
Se trata de un esquema que Michael Porter representa en el gráfico siguiente (The Competitive Advantage of Nations. 1990):
Existen cuatro grandes epígrafes que constituyen los pilares de la competitividad del sistema:
⦁ La condiciones de los factores: los rasgos locales que favorecen la aparición del clúster en cuestión en ese enclave geográfico.
⦁ La estructura, estrategias y relaciones de las empresas del sector.
⦁ La condiciones de la demanda interna que favorecen el crecimiento del negocio.
⦁ La existencia de sectores conexos y de apoyo que ejercen de proveedores de suministros y servicios para la actividad principal desarrollada.
Aparte de estos cuatro, destaca Porter dos elementos más: factores casuales, que hayan podido impulsar la competitividad del clúster empresarial, y la existencia de un marco institucional favorable.
De esta forma, la aplicación del Diamante de Porter a la ópera barroca veneciana daría lugar a una figura como la siguiente:
El factor casual que hace que Venecia pueda albergar el nacimiento de la ópera comercial es sin duda su posición geográfica entre oriente y occidente, que la convierte en un puerto que se erige como cruce de caminos cosmopolita y exótico.
De antiguo siempre fue destino obligado para turistas y viajeros, especialmente durante el Carnaval -la época del año en la que se representaban las óperas-, cuando la población local podía llegar a doblarse durante entre seis y diez semanas.
Todos estos visitantes llegaban a la laguna ávidos de entretenimiento, de forma que en todos los rincones de la ciudad se podía uno encontrar con espectáculos, tanto al aire libre como en interiores, entre los que destacaban las compañías ambulantes de la Commedia dell’arte.
En este marco desenfadado y desinhibido, a esta Venecia de fiesta en las calles, fue donde Manelli y Ferrari trajeron la ópera por primera vez en 1637.
Si nos introducimos en el Diamante de Porter, empezamos analizando las condiciones de los factores, es decir, aquellas circunstancias propias del lugar en cuestión que han permitido que se haya desarrollado una especialización productiva específica.
Quizá el primero de los factores que haya que tener en cuenta es la estabilidad institucional de la Serenísima República.
Fundada, según la leyenda, el 25 de marzo del año 421, en el siglo XVII ya podía presumir de haber durado más que el Imperio Romano y de haber gozado de una relativa estabilidad política.
Su forma de gobierno hacía gala de un teórico equilibrio social: el Dux o Dogo era el componente monárquico, el Senado, el aristocrático, y el Maggior Consiglio, la parte más democrática, por llamarla de alguna manera.
El patriarcado veneciano estaba compuesto por una serie de familias poderosas activamente implicadas en el comercio, que era la base de sus fortunas.
La riqueza que se acumulaba en la laguna procedente de las actividades de comercio exterior es el segundo factor que explica por qué en un momento dado existen recursos para financiar la ópera naciente.
Como veremos en el siguiente epígrafe son estas grandes familias de Venecia, Grimani, Giustiniani y Contarini, entre otras, las que apoyan el nacimiento de la actividad operística local.
Lo que diferencia este caso del mecenazgo tradicional que los grandes ejercían sobre las artes en toda Europa es que a los venecianos les guía la búsqueda de beneficio, la explotación comercial y el retorno de la inversión, y no el financiar el espectáculo para su propio entretenimiento.
Este es el rasgo distintivo de la ópera veneciana.
El siguiente elemento del modelo del Diamante de Porter que hay que considerar es la estructura y la rivalidad de las empresas del sector en cuestión, que en este caso son los teatros de ópera venecianos.
Se trata de unidades de negocio, lanzadas por las grandes familias venecianas y guiadas por la maximización de beneficio a través de la puesta en escena de cada más y mejores espectáculos.
El primer centro que programa ópera en la ciudad de los canales es el Teatro San Cassiano en 1637, una empresa lanzada por los hermanos Francesco y Ettore de la poderosa familia Tron.
Se trataba de un edificio que había sufrido un incendio en 1629 y que ahora era rehabilitado como «theatro de musica qual se prattica in più parte per lo diletto de l’insigni pubblici”.
La obra que inauguró el local fue Andromeda del poeta y músico Benedetto Ferrari durante el Carnaval de 1637.
El éxito del que goza la ópera en el Teatro San Cassiano será pronto emulado en 1639 por el Teatro SS. Giovanni e Paolo, fruto de la inversión de la familia Grimani en este nuevo espectáculo para reformar un edificio que excede en tamaño al primero.
En el espacio de tres años Venecia había conocido cinco óperas nuevas representadas en dos teatros y escritas por tres libretistas y tres compositores, pero en 1640 abre un tercer centro para competir con los anteriores, el Teatro San Moisè, financiado en este caso por la familia Zane.
En 1641 se estrena el Teatro Novissimo con La finta pazza, con libreto de Giulio Strozzi y música de Francesco Sacrati.
A diferencia de los anteriores, el Novissimo no es un teatro reformado sino una edificación nueva, específicamente diseñada para la ópera («opere eroiche, solamente in musica, e non commedie»), y además no depende de una familia, sino de un comité de inversores.
Se trata de un paso más hacia el surgimiento de un género comercial.
La apertura de nuevos teatros se sucede a lo largo de varias décadas: el SS. Apostoli en 1648, el San Apollinare en 1651, el san Salvatore en 1661, San Angelo en 1676 y, finalmente, el san Giovanni Grisostomo en 1678.
Aunque no todos funcionaron a la vez, la abundancia de proyectos genera una oferta operística sólida que permite hablar realmente de un sector de actividad económica.
Atendiendo al modelo de negocio, la estructura empresarial de los teatros de ópera venecianos se acaba profesionalizando: a menudo, la familia propietaria del negocio delega la gestión del mismo en una figura (el impresario) o en una compañía (como la de Francesco Cavalli).
Los gestores de los teatros pagaban una renta a los dueños y corrían con los gastos de las producciones, recibiendo sus ingresos por la venta de entradas de palcos, que se solían alquilar por toda la temporada.
Los ingresos, por tanto, dependían de poner en escena óperas de éxito y vender los máximos palcos posibles.
El siguiente factor del modelo en cuestión son las condiciones de la demanda, un particular que diferencia la ópera veneciana de la música escénica anterior.
Nos encontramos ante un espectáculo que está dirigido a una gran masa de público de distintas clases sociales, frente a las representaciones palaciegas para entretenimiento de nobles y príncipes.
Venecia en el siglo XVII aporta ese público, esa demanda que hace crecer la ópera como un sector de actividad económica.
Aparte de contar con una población en torno a los 50.000 habitantes y de constituir un puerto de paso para numerosos mercaderes y viajeros, la atracción de sus fiestas de Carnaval -la época en la que se representaba ópera-, concentraba a visitantes de todas partes.
A diferencia de la de Padua, Florencia o Roma, la ópera veneciana estaba destinada a un público amplio y socioeconómicamente diverso y se orientaba a la obtención de beneficio.
El objetivo era poner en escena obras que atrajesen a la mayor cantidad de espectadores durante las seis semanas de la temporada operística y llenar los teatros cada noche.
Para ello había que ofrecer una programación lo más variada y atractiva posible, así que, a mediados del siglo y tras algo más de diez años de actividad, se habían estrenado hasta treinta óperas escritas por veinte libretistas con música de diez compositores.
Para satisfacer a la demanda creciente de público dispuesto a pagar por entrar en los teatros, el sector tiende a profesionalizarse y a aumentar y enriquecer la oferta de espectáculo.
El modelo de ópera veneciano procede de la representación de Ermiona en Padua en 1636, pues este espectáculo introduce dos novedades: no estaba destinado a celebrar ninguna conmemoración, como ocurría con la ópera cortesana, y el público era variado, en términos sociales, y estaba distribuido en palcos, anticipando de alguna manera, el modelo de teatro veneciano.
La misma compañía que puso en escena Ermiona llevó a Venecia el año siguiente Andromeda de Benedetto Ferrari al Teatro San Cassiano.
El último elemento que integra el Diamante de Porter es la presencia de sectores conexos y de apoyo, es decir, todos los sectores auxiliares de productos intermedios y servicios que alimentan la actividad principal del clúster sectorial.
En la Venecia barroca no podemos hablar quizá de empresas como tales, pero sí de una oferta de profesionales de cuyo trabajo depende la puesta en escena de las óperas y que actúan con una vocación decididamente comercial.
El fuerte tirón de la demanda de espectáculo impulsa la oferta profesional de libretistas, compositores, músicos, agentes o tramoyistas. Algunas de estas profesiones dependían anteriormente del mecenazgo y las dádivas de los nobles y de los poderosos y ahora comienzan a cobrar por sus servicios al más puro estilo capitalista.
Como indica Ellen Rosand (Opera in Seventeenth-Century Venice: The Creation of a Genre. Berkeley. University of California Press, 1991), el gran salto se produce a mediados de siglo, momento en que desaparece la vieja guardia de libretistas “académicos”, encabezada por Giovanni Faustini y Giacinto Andrea Cicognini, y llega una nueva guiada por el éxito comercial y financiero, más que por criterios estéticos, como Nicolò Minato o Aurelio Aureli.
Algo similar ocurre en el campo de la composición, cuando las viejas glorias como Benedetto Ferrari, Francesco Manelli, Francesco Sacrati o el mismo Monteverdi, dejan el testigo a nuevos nombres, como Antonio Cesti, Marco Antonio Ziani o Antonio Sartorio.
Solamente Francesco Cavalli sobrevivió lo suficiente como para ejercer de puente entre ambas generaciones de músicos.
En el caso de los libretistas, la institucionalización de la ópera veneciana transforma lo que era una ocupación secundaria de ciertos caballeros ilustrados con fines meramente estéticos o políticos (los miembros de la Accademia degli Incogniti y su Teatro Novissimo), en una profesión de escritores que la ejercen reconociendo abiertamente escribir el dramma per musica.
Giovanni Faustini, que trabajaría con Cavalli a lo largo de diez años, está considerado como el primer “libretista profesional” de Venecia y marca el camino para la siguiente generación.
A diferencia de los libretistas, que originalmente procedían de la poesía y de las altas letras académicas, el oficio de compositor estaba más sujeto a lo que podemos llamar “exigencias del cliente”.
Los creadores de la música de las óperas ya tenían un perfil más comercial, en el sentido de que alquilaban sus servicios y que estaban acostumbrados a realizar cambios en la partitura por orden de su patrón, a veces de ultimísima hora.
Ellen Rosand afirma que el mayor quebradero de cabeza para los compositores – y también para los libretistas-, era el retardo en el tiempo que suponía el negociar con los cantantes, puesto que los elencos de artistas no solían estar contratados antes de que el escritor y el músico hubiesen empezado a trabajar en la ópera y, por lo menos para el segundo, era muy difícil empezar a crear sin conocer el rango de voces al que se enfrentaba.
En los primeros tiempos en que las compañías tenían miembros más o menos estables esto no suponía un problema; el tema se complicó cuando surgen los teatros venecianos que se nutren directamente del mercado de profesionales.
El teatro de ópera profesional encumbra definitivamente a los cantantes, que adquieren la categoría de estrellas, tanto en relación a los salarios que reciben y las prebendas que incluyen sus contratos, como en la admiración que despiertan entre el público y la reputación artística que atesoran.
Se trata de un fenómeno que se extenderá al mundo de la ópera posterior: el de las divas y divos.
Tiene su origen en la competencia que tiene lugar entre los teatros venecianos, que se quitan mutuamente a los intérpretes; se dice que el Teatro San Salvatore pagaba más que el SS. Giovanni e Paolo y frecuentemente se llevaba a los mejores.
El papel del cantante o de la cantante estrella empieza a centrar el interés del empresario por encima de cualquier otro factor.
Se dice que fue Anna Renzi la primera diva de la historia de la ópera, en el sentido que “ejemplifica el impacto del cantante más allá de una obra, un impacto que se extiende hasta establecer una convención y, en última instancia, que afecta al desarrollo de la ópera en sí”.
Paralelamente al surgimiento de la cantante profesional surge la figura del patrón, lo que hoy en día llamaríamos agente artístico.
Era costumbre que cuando una cantante viajaba a Venecia se alojase con todo su séquito en casa de algún noble empresario o dueño de teatro.
El diplomático francés Alexandre-Toussaint de Limojon de Saint-Didier relata que “cuando una nueva joven llega a Venecia a cantar ópera, los principales nobles convierten en un asunto de honor el convertirse en su protector, especialmente si canta bien, y no reparan en medios para conseguirlo” .
Los protectores se encargaban de proveer de todo lo necesario a la diva y de negociar los contratos.
Un último elemento que contempla el modelo de análisis de competitividad sectorial de Michael Porter es lo que denomina gobierno, que no es otra cosa que un marco institucional favorable e impulsor del desarrollo de la especialización sectorial local.
En este sentido, las autoridades venecianas llevaban a cabo un control riguroso de la actividad de los teatros de ópera.
Tanto la institución conocida como Proveditori di comune como el Consiglio dei Dieci vigilaban todos los aspectos relacionados con la seguridad y las licencias de los establecimientos, además de fijar los horarios de apertura y cierre o los precios de los libretos de venta al público.
Venecia y la ópera quedan indisolublemente unidas a partir de esta época dorada del Barroco hasta el punto de que la ciudad de los canales llega a personificarse para aparecer en las obras, como ocurre en Armida (1639) de Benedetto Ferrari, en donde canta:
“¿Podría yo, madre de héroes, apoyo del glorioso imperio adriático, dejaros en un camino solitario? Feliz es el que descansa en este lugar. Mis olas están hinchadas de tesoros y en mis arenas pululan triunfos. Cuando el mar murmulla, habla de mí y dice en su lenguaje que no hay nación más bella fuera del Cielo”.
Escrito por Pablo Rodríguez Canfranc