Muchas ciudades tienen una avenida o una gran calle mayor que les sirve de arteria central.
El casco histórico de Utrecht, en cambio, se articula en torno a su viejo canal, el Oudegracht, que la atraviesa como un puñal de norte a sur y linda con muchos de sus edificios más importantes, catedral o ayuntamiento incluidos.
Nada más natural, por tanto, que dedicar su veterano Festival de Música Antigua a Venecia, otra ciudad nacida entre las aguas y que atesora una vida musical de una riqueza tan apabullante que en la portada del libro-programa de este año no aparecen uno, dos o tres compositores residentes, como suele ser lo habitual, sino hasta una docena de ilustres nombres, de Adrian Willaert a Baldassare Galuppi, pasando por Merulo, Legrenzi, los Gabrieli, Vivaldi, Albinoni o, por supuesto, Claudio Monteverdi.
Perpetuando la desdichada tradición de los últimos años, el concierto inaugural tuvo no poco de fiasco.
Lo interpretó Gli Angeli Genève, que, haciendo deshonor a su nombre, había clausurado también la edición anterior con un desangelado monográfico dedicado a Thomas Tallis.
Ahora todo ha girado en torno a Johann Rosenmüller, un compositor predilecto de su director, el bajo Stephan MacLeod.
Pero la música elegida pedía a gritos una gran iglesia, no una sala de conciertos, el excelente grupo de voces solistas raramente sonó homogéneo, existía un claro desequilibrio de calidad entre instrumentos de cuerda y de viento (a favor de estos últimos) y el continuo resultó con frecuencia demasiado invasivo.
El día siguiente, prácticamente los mismos intérpretes, en versión reducida, volvieron sobre obras más intimistas de Rosenmüller en la Geertekerk, donde todo funcionó mucho mejor, aunque de nuevo, y a pesar de extraordinarios momentos aislados (como el final de Confitebor tibi Domine), volvió a pesar la ausencia de más contrastes en el programa.
De hecho, lo mejor del concierto fue la única obra que no firmaba Rosenmüller: un soberbio Nisi Dominus de Giovanni Antonio Rigatti construido en forma de chacona.
Pocas pegas, por el contrario, pueden ponerse al concierto ofrecido el día siguiente, también en la sala grande del TivoliVredenburg, por el contratenor Philippe Jaroussky y su Ensemble Artaserse.
Aunque figura nominalmente como su director, y al contrario que MacLeod, el francés no hace un solo gesto que lo delate como tal.
Sale al escenario sin divismos, como uno más de los músicos, y al momento tiene al público en el bolsillo gracias a su encanto personal y a un canto que brota natural, expresivo, terso, intenso, diverso, ornamentado, frágil, rotundo.
Ningún otro contratenor actual tiene su poder de convocatoria para llenar un gran auditorio como él lo hace y, oyéndolo, resulta perfectamente comprensible que así sea.
Su repaso de varias óperas italianas del siglo XVII estaba concebido como un impecable programa prêt-à-porter de proporciones y hechuras perfectas y los instrumentistas que ha reunido a su alrededor son, uno por uno, formidables, aunque es obligado dejar constancia de la inmensa clase de Christine Plubeau (nadie ha tocado hasta ahora en este festival la viola da gamba como ella), del violinista chileno Raúl Orellana o del joven cornetista francés Adrien Mabire, una auténtica revelación.
El éxito fue estrepitoso y Jaroussky regaló fuera de programa dos piezas de Monteverdi (Si dolce è’l tormento y “Vi ricorda, o boschi ombrosi”, de L’Orfeo) y una repetición innecesariamente simpática y populista –para entonces ya tenía a todos más que conquistados– de “Gelosia, lasciami in pace”, de Agostino Steffani.
Jaroussky, como la mayoría de sus colegas, parece feliz haciendo música.
Otros, en cambio, dejan traslucir un tremendo hastío, y así ha podido percibirse en dos antiguos compañeros de viaje, dos portentos juveniles en su día, Fabio Biondi y Rinaldo Alessandrini, que, por separado, han tocado sus conciertos como quien tiene que superar un engorroso e inevitable trámite.
Y no es, ni con mucho, la primera vez que esto sucede.
Su inmenso oficio y su técnica les permiten tocar una obra tras otra como quien tiene que ingerir varias pastillas seguidas, o como quien trabaja en una cadena de montaje, con gestos maquinales y estereotipados.
Asoman destellos de gran clase aquí y allá, por supuesto, pero la sensación general es tristísima, en las antípodas de lo que se siente al ver dirigir a Giulio Prandi a su Ghislieri Consort o a Václav Luks a su Collegium 1704 como si les fuera la vida en cada nota: el entusiasmo de este último le llevó incluso a programar un concierto de más de tres horas, cuya segunda parte hubo que cortar drásticamente sobre la marcha para dar tiempo al público a asistir al siguiente.
Y quizás el caso más extremo de entusiasmo, de frenesí casi, ha sido el del belga Nicholas Achten, una especie de hombre-orquesta barroco, cuya camisa acabó empapada enteramente en sudor después de cantar y tocar –a la vez– virginal, arpa y tiorba, amén de dirigir a su grupo, Scherzi musicali, en un reiterativo programa con obras de Giovanni Felice Sances.
Pero tampoco parece necesario llegar a semejantes extremos.
Es imposible dar cuenta del aluvión de conciertos –gratuitos o no– que se suceden en Utrecht hora tras hora, marcadas cada cuarto por el gran carillón de la catedral con músicas de Veracini, Vivaldi, Galuppi y Monteverdi.
Pero sería injusto no resaltar el luminoso y poético Albinoni ofrecido por el Ensemble Masques, los lamentos de Barbara Strozzi cantados con contención por Dagmar Šašková, el modélico concierto camerístico de Skip Sempé y su Capriccio Stravagante con sonatas, canzone y balli venecianos del siglo XVII (el mejor de cuantos ha ofrecido aquí en los últimos años), el habitual derroche de técnica y energía de Les haulz et les bas o el despliegue en solitario de Katarina Livljanić en el poderoso monodrama Judita.
La mención final, sin embargo, debe ser para Cinquecento, que por tercer año consecutivo ha ascendido a lo más alto que puede escalarse en un concierto de polifonía renacentista, que ellos convierten en un hilo terso que no se quiebra nunca y que podría prolongarse ad infinitum.
Con la Missa Mente tota de Adrian Willaert (maestro de capilla en la Basílica de San Marcos durante 35 años, tantos como ediciones ha celebrado ya el Festival) como eje, y en medio de un silencio sepulcral en la abarrotada Pieterskerk (este público tiene memoria histórica), volvieron a conseguir que la interpretación de esta música suene como un acto trascendente.
La portentosa calidad de las seis voces, la meticulosa dicción del texto y, sobre todo, el delicado juego de equilibrios para que la música llegue hasta nuestros oídos como si fuera un tapiz que va tejiéndose y coloreándose delicada y visiblemente ante nuestros ojos, obran el prodigio.
Será difícil que algo de la Venecia musical que queda aún por recalar esta semana en Utrecht pueda superar este milagro.
Escrito por LUIS GAGO | ElPais