Hoy festividad de San Gregorio Magno, uno de los grandes papas de la Iglesia que reinó los catorce años que van del 590 al 604, es momento más que adecuado para hablar un poco de la que pasa por ser una de sus grandes aportaciones a la vida cristiana, el llamado canto gregoriano, probablemente menos ligado al Papa que le da nombre de lo que la creencia popular estima (1), como tendremos ocasión de ver.
El conocimiento que tenemos del origen de la música eclesiástica está lejos de ser profundo, ya que anteriores al s. IX, apenas nos han llegado unos pocos manuscritos. De hecho, el más antiguo salterio que se conoce es el denominado Códice Alejandrino (s. V) del Museo Británico, con trece cánticos, incluídos un Benedictus y un Magnificat.
Es difícil pues conocer las características de las expresiones musicales de los momentos anteriores e inmediatamente posteriores al proceso lanzado por el Edicto de Milán (313) que acabó convirtiendo el cristianismo en la religión del Imperio.
No obstante, todo parece indicar que al menos en un principio, esa música no difería demasiado de la que se ejecutaba en las sinagogas hebreas: la palabra elevada hasta su mayor grado de solemnidad gracias a la tensión de la voz, el diálogo de los clérigos y su ritmo libre, la vocalización, y en particular, la manera de tratar los textos sagrados mediante la declamación melódica o cantilación…
Todo lo cual no es óbice para que la creciente incorporación del mundo de la gentilidad a la Iglesia acabe provocando la asimilación de influencias grecolatinas, las cuales acabarán de enriquecerse, a la caída del imperio romano de occidente en 476, con la aportación de las tradiciones musicales celtas.
El canto gregoriano es, en su principio, exclusivamente vocal.
Etíopes y coptos todavía utilizan los antiguos instrumentos de percusión que se mencionan en los salmos. Sólo en un segundo momento el órgano halla su lugar en los templos, acompañando también a la música gregoriana.
El hecho de llamar “gregoriano” a la antigua música eclesiástica con carácter de monodia cantada en la liturgia del rito romano está estrechamente relacionado con un dato aportado por uno de los muchos biógrafos de Gregorio I, probablemente Juan el Diácono, autor de la “Vita Sancti Gregorii” que la escribe hacia finales del s. IX, según el cual, este Papa no sólo habría incluído entre sus numerosas reformas eclesiásticas la del repertorio musical, sino que él mismo habría sido autor de numerosas melodías, entre las cuales el “Regula pastoralis”, el “Libri quattuor dialogorum”, y algunas “Homiliae”.
Su iconografía, de hecho, acostumbra a presentarle escribiendo al dictado e inspiración del Espíritu Santo.
Pero desde luego, el canto gregoriano ni tiene ni su principio ni tiene su final en el papado de Gregorio Magno.
Debemos a San Agustín (354-430) el primer “De música” cristiano, que aunque incompleto, -solo trata el ritmo-, da impulso a la música cristiana.
El inicio del complejo proceso que da lugar al establecimiento del canto gregoriano quizá haya que situarlo en el momento del primer desarrollo bizantino, hacia finales del s. IV, bajo el patriarcado de San Juan Crisóstomo.
El emperador Justiniano (482-565) marcaría el siguiente hito en el proceso de recopilación y fijación del repertorio, al regular las modalidades de la liturgia en su imponente basílica de Santa Sofía (Hagia Sophia o “Divina Sabiduría”) en Constantinopla.
Un siglo más tarde, Andrés de Creta fija las reglas de un nuevo género: el kanon.
En el siglo VIII, los monjes Juan Damasceno, Cosmas de Majumas y Teófano realizan una síntesis de los elementos precedentes, siendo los verdaderos creadores del rito bizantino.
La refundición del repertorio bizantino en lo que vendrá a conocerse como canto gregoriano, se produce concretamente entre los años 680 y 730 y en centros concretos como Corbie y Metz, en la Galia, o en la abadía de Sankt Gallen, lugar del que son originarias las primeras notaciones semiológicas de las que se tiene conocimiento.
Un siglo más tarde, Carlomagno unifica los hábitos musicales del Imperio con elementos de la tradición musical de los francos. Y todo ello dentro de una transmisión de tipo exclusivamente oral, ya que el canto escapó a la escritura hasta el día que probablemente en Hispania o en la Galia y hacia el s. IX, se tuvo la idea de empezar a denotarlo.
Y aún se precisaron casi tres siglos para que la notación fuera perfectamente legible.
A partir de ahí, el gregoriano se divulga rápidamente por el norte de Europa, sufriendo importantes incorporaciones que pueden resumirse en cuatro: la introducción del pautado, la diferencia en las modalidades de ejecución, la generalización del canto a varias voces, y la imposición del compás regular, condición indispensable para las cadencias armónicas que se pusieron en boga a partir del siglo XII.
La producción de obras litúrgicas que puedan considerarse como auténticamente gregorianas concluye hacia finales del s. XI, pero la huella del gregoriano se advierte en muchas composiciones posteriores, alguna tan tardía como las Misas de Du Mont, en pleno s. XVII.
(1) Mucha de la información que brinda este artículo está extraída de la página del Monasterio de Silos , un maravilloso monasterio español que les recomiendo visitar y en el que si Vds. lo desean, pueden escuchar todos los días maravillosa música gregoriana cantada por los monjes.
Escrito por Luis antequera