Empecemos por decir que la música sacra y el canto son signos litúrgicos.
Y “el fin de la música sacra es la gloria de Dios y la santificación de los fieles» (Sacrosanctum Concilium, 112).
La Iglesia tiene una larga tradición musical, que viene incluso desde el Antiguo Testamento y «la tradición musical de la Iglesia universal constituye un tesoro de valor inestimable que sobresale entre las demás expresiones artísticas, principalmente porque el canto sagrado, unido a las palabras, constituye una parte necesaria o integral de la liturgia solemne» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1156).
La música y/o el canto, tienen su razón de ser en la vida eclesial al ser también un ministerio; un ministerio como cualquier otro y por tanto de vital importancia para la fe cuando se hace oración.
Cuando acompañamos la fe con la música lo que se busca son esencialmente tres cosas: dar relieve al misterio que se celebra con palabras y gestos; reforzar el mensaje contenido en los textos bíblicos y litúrgicos; facilitar la participación y mejorar la unidad de la asamblea.
Obviamente que no hay música sin instrumentos y éstos se emplean con ciertas condiciones:
Primero que todo no deben causar distracción ni extrañeza en la asamblea sino ayudarle a compenetrarse en la celebración y en cada momento de la misma.
Y en segundo lugar no deben llamar la atención hacia sí mismos, ni por una mala ejecución, ni por un excesivo virtuosismo del intérprete.
El sonido de los instrumentos jamás debe cubrir las voces ni dificultar la comprensión del texto.
Ya hemos visto la razón de ser de la música y del canto y las condiciones para su correcto uso en la liturgia. Ahora veamos en detalle cómo debe intervenir la música y/o el canto:
– La música, como acompañamiento para los cantos, debe ayudar a sostener las voces, dándoles cuerpo y ayudando a no perder el ritmo y el tono. Por tanto hay una primacía del texto frente a la música. La música está al servicio del texto y no al revés.
– La calidad musical. El canto y su acompañamiento instrumental han de ser artísticamente bien ejecutados, de buen gusto y en armonía con el carácter sagrado de lo que celebramos.
– Es muy importante la adaptación a la celebración. El canto y la música litúrgica no tienen una función concertística sino que están al servicio de la celebración del Misterio y de la Palabra, en donde radica el único protagonismo de nuestra liturgia.
– Para que el canto y la música sean litúrgicos, los textos han de estar inspirados en la Sagrada Escritura y en los textos de la propia liturgia y no han de tener como base, por ejemplo poemas o textos románticos.
– Los textos han de ser capaces de interpretar el sentido auténtico, el sensus del rito, hacerlo comprensible y, por tanto, permitir y conducir a la implicación y a la «participación activa».
– Hay diversidad de celebraciones y de tiempos litúrgicos por lo que en cada caso se procure que la música y el canto se adapten en los textos y en las melodías y ritmos a cada momento celebrativo.
– La adecuación a las comunidades ya sean religiosas, ya sean parroquiales. No es lo mismo celebrar la liturgia en una cultura que en otra, como tampoco es lo mismo celebrar una liturgia en un grupo reducido que en una celebración multitudinaria, o en una comunidad de religiosos que en una asamblea dominical en parroquia.
– Evitar el sonido solo de los instrumentos durante el Adviento, Cuaresma, Triduo Sacro y en los Oficios y Misas de Difuntos.
– Es importante que los músicos posean no sólo determinada pericia para tocar los instrumentos sino que además conozcan y respeten las normas litúrgicas y su espíritu
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Dios os vendiga y os proteja con la oración que nuestro padre nos enseñó padre nuestro que esta en el cielo santificado sea tu nombre sea tu voluntad
amen