La comunión es un sacramento que bien puede aplicarse a este caso.

Por una parte tenemos a Johann Sebastian Bach, el gran arquitecto de la música occidental.

Por otra, a John Eliot Gardiner, uno de sus máximos intérpretes, cuando, 265 años después de su muerte, su obra resuena con una increíble vitalidad bien provista de certezas.

Quizás es un término que aparece demasiadas veces en la biografía de Bach (Eisenach, 1685-Leipzig, 1750).

Quizás o su expresión semejante: puede ser… Ante el vicio de la confusión, nadie mejor que un músico con rigor académico como Gardiner, todo un referente en su repertorio desde hace más de medio siglo, para ofrecer respuestas fiables.

Es justo lo que hace en La música en el castillo del cielo (El Acantilado), una obra que plasma la obsesión de toda una vida tras los misterios de un creador complejo, prolífico, adelantado y aun difícil de desentrañar.

En su caso, además, este inglés amable, sofisticado y docto ha contado con una ventaja: las herramientas que desarrolló mientras se formó como miembro del King’s College de Cambridge hasta llegar a conseguir un doctorado como arabista con amplios conocimientos en historia y cultura españolas.

Eso, más allá del placer que le provoca interpretarlo, le ha llevado a hurgar sistemáticamente en archivos y sacar conclusiones no sin antes conocer a fondo los contextos.

También a arriesgarse en teorías que mezclan un íntimo pálpito con las verdades ocultas pero cabales que nos brindan sus partituras y el persistente rigor de una investigación a la que ha dedicado décadas.

“Esta es la obra de toda una vida centrada en mi devoción por Bach”, comenta el músico.

Todo comenzó con un retrato.

El que la familia Gardiner lucía en el rellano del primer piso de su molino campestre con la imagen del viejo Bach, esbozado por Elias Gottlob Haussmann.

La mirada reposada, aquella pomposa peluca y la partitura sujeta en la mano rechoncha, como entregándosela, marcaron la infancia del sensible John.

Algo que se multiplicó cuando comenzó a cantar piezas suyas en los coros de Dorset, donde Gardiner nació en 1943.

La atracción pasó del misterio bondadoso que adivinaba en los ojos de aquel personaje cercano pero suntuoso a la certeza de su voz cuando de niño lo interpretaba en las iglesias y las escuelas.

Gardiner sentía en el centro de su garganta la absoluta concreción de lo que durante su vida ha podido equiparar con la belleza.

“Tenía siete u ocho años cuando comencé a cantar sus motetes; a mis hermanos y a mí, acostumbrados a obras de Palestrina, Purcell o Monteverdi, Bach nos parecía el más difícil”, comenta Gardiner.

Les unía también cierto paralelismo entre sus familias.

Ambos pertenecían a clanes musicales.

Aunque el caso de los Gardiner no pueda compararse a la dimensión de los Bach.

La estirpe del alemán contaba con, al menos, 50 miembros conectados a lo largo de siglos o simultáneamente en algunas épocas.

Hay que arrancarle de su embalsamamiento con tintes de personaje gris y aburrido.

“Bach es divertido”, clama Gardiner

De entre todos ellos, asentados principalmente en el eje de Turingia, Johann Sebastian ha prevalecido como el más grande, por los siglos de los siglos.

En el retrato humano de Gardiner hallamos multitud de aristas: al niño que se alimentó en casa con un padre violinista y trompetista, que fue convirtiéndose en clavecinista y organista de referencia después de pasar a depender de su tío, Johann Christoph, una vez muerto su progenitor… Al chaval que con el hatillo a la espalda tuvo que recorrer cientos de kilómetros a pie —salvo los tramos en los que seguramente les asistió en autoestop algún carromato— desde Ohrdruf, huyendo probablemente de alguna epidemia junto a su amigo Georg Erdmann, hasta Luneburgo, cerca de Hamburgo, para estudiar.

También al alma sensible que se dejaba permear a lo largo del camino a base de canciones populares en parecida medida a la fe y al muchacho que dominaba las matemáticas de la misma manera que la construcción de instrumentos, fascinado por la tecnología punta que entonces representaba la imbricada estructura de un órgano.

Igualmente pasa por sus páginas el aprendiz de músico que copiando partituras fue desentrañando y multiplicando las posibilidades del lenguaje musical.

O el hambriento de espíritu que catapultó a la posteridad definitivamente la destreza del contrapunto.

El hombre que quiso reivindicar la dignidad del arte por encima de quienes pagando lo reducían a oficio.

El pionero de la autoría, por delante de Beethoven o Mozart, como comúnmente se cree, al incluirlo sin hacerle justicia en un contexto barroco que como artista, con conciencia de saberse un peldaño aparte, le encorsetaba.

Bach, el Bach prominente, gigante y absoluto, es lo que Gardiner trata de reubicar dentro de su obra con una mirada propia del siglo XXI.

Para empezar, arrancándole de su pertinente y preconcebido embalsamamiento con tintes de personaje gris y aburrido: “Bach es divertido”, clama Gardiner.

“Dicen que resulta difícil aproximarse a él, que contamos con poca materia documental, que conocemos escasamente su vida, sus amistades, algo fundamental para llegar a ahondar fielmente en su perfección”, añade.

“Hay otras formas de profundizar en él”.

¿Quién puede apartarlo o considerarlo incapaz de haber vivido con intensidad? “¿De haber disfrutado o sufrido una juventud en la que cabían también el caos o las tendencias al hooliganismo y las reyertas, muy comunes entre sus compañeros de estudios?”, afirma Gardiner.

“Sabemos más de Bach por medio de sus hijos que por él mismo. Debemos abordarlo como un puzle”.

Un fresco enorme, en el que nos sentimos obligados a explorar la dimensión que le hizo ser considerado, dentro del luteranismo, como el quinto evangelista.

Puede que no haya existido otro profeta tras la ruptura protestante más influyente en sus ámbitos que Bach.

La música ha fortalecido esa fe.

Aunque siglos después la reclaman todas las ramas del cristianismo y quienes desde fuera de cualquier confesión encuentran en ella un gran remanso espiritual.

En su libro, Gardiner abre caminos para comprender cómo Bach aportó a la música litúrgica una gran porción de carne pagana engrandeciéndola.

“No hay que olvidar que su generación, incluso sus coetáneos, de Domenico Scarlatti a Haendel, que cumplieron 18 años en 1703, como Bach, se dedicaron sobre todo a la ópera”.

Eso produjo en él una gran atracción que le hizo utilizar el género para dotar de emoción fieramente humana al canto y la música consagrados a lo divino.

“Tenía siete u ocho años cuando comencé a cantar sus motetes; a mis hermanos y a mí nos parecía el más difícil”

También podría explicar eso que el gran manto de su obra, oculta y acallada tras su muerte, pero redescubierta en Leipzig como legado fundamental ya entrado el siglo XIX por Mendelssohn, entre otros, encauzara la música alemana en su mayoría por caminos diversos a la ópera hasta que apareciera en escena Richard Wagner.

Pero con su contundencia expresiva propia.

“La teatralidad de las pasiones resulta algo evidente, inherente al conjunto de esas obras, tanto que no necesita ser siquiera acentuado cuando se interpretan”.

Por no hablar de los textos que muchas veces los acompañan.

“No todos son buenos, pero la poesía y la teología, dos materias que él dominaba, cuando confluyen, resultan fascinantes”.

Aunque todos esos elementos, según Gardiner, resultan constantemente trascendidos por el poder de las notas a los que acompañan.

La música en el castillo del cielo resulta una obra de múltiples acordes y armonías.

Sus más de 900 páginas entremezclan la experiencia personal con la estricta biografía, pero también con la musicología y el análisis pormenorizado de las dos grandes Pasiones, la de san Mateo y la de san Juan, y algunas cantatas.

En estas, además, Gardiner aborda el método, la extenuante periodicidad —prácticamente una a la semana durante algunos años— y su cadencia.

También en la intrahistoria de esa lucha por la dignidad de la autoría, en la que Bach se empeñó para ser considerado más allá de un simple mayordomo al servicio de príncipes y pudientes.

“Para mucha gente”, relata Gardiner, “el sello distintivo de la música de Bach radica en la lucidez de su estructura y en la satisfacción matemática de sus proporciones”.

Es algo que fascina por una parte a los músicos y por otra a los científicos.

La razón estriba, según el músico inglés, en que, a pesar de dotarse de una fuente principalmente religiosa para su inspiración, esa fe bebe de un convencimiento basado en la razón.

Pero supone también la clave de sus obras más mundanas, desde las Variaciones Goldberg hasta El clave bien temperado.

De las Suites para violonchelo a los Conciertos de Brandeburgo en lo que queda como un rastreo inagotable de las formas musicales y la inspiración venga de donde venga.

Incluso de la muerte, dolorosa compañera en la vida de Bach desde muy pronto.

Primero, de niño, cuando tuvo que despedirse de sus padres sin que alcanzaran ninguno los 50 años, y ya más tarde, en una mala jugarreta del orden natural de las cosas, con la pérdida de su primera esposa, Maria Bárbara, o, a través del tiempo, de 12 de sus 20 hijos, antes de que cumplieran muchos de ellos los tres de edad.

La misma que acorralaría al músico un 28 de julio de 1750 en Leipzig, morada de su arte más fecundo, ciego en los últimos tiempos, probablemente a causa de una diabetes sin tratar, fulminado por una apoplejía y rodeado de los hijos supervivientes, algunos de los cuales, como Carl Philipp Emanuel, junto a su amigo Johann Friedrich Agricola, redactarían su obituario.

Sobre su escritorio dejaría en la más profunda soledad sus tinteros y plumas.

Entre sus herederos se debieron repartir los instrumentos que poseía el triste día de su muerte: cinco clavecines, dos laúdes-clave, tres violines, dos chelos, una viola da gamba, un laúd y una espineta.

La música en el castillo del cielo. John Eliot Gardiner. Traducción de Luis Gago. Acantilado. Barcelona, 2015. 928 páginas. 44 euros.

Gardiner presentará el libro junto a Ramón Andrés el próximo martes a las 19.30 horas en La Pedrera (Barcelona)

Música en palabras

Lo que hace unos años se reducía a una isla radicalmente minoritaria va aumentando. Los editores no saben muy bien si en número de lectores o en variedad.

Lo cierto es que el ancestral nicho de amantes de la música clásica se revela como público fiel y hambriento de conocimiento.

Son pocos, pero se muestran agradecidos ante el editor que les brinda ampliar sus nociones.

Así que compran y están dinamizando un mercado que hasta hace poco no pasaba de reducto para convertirse en un valor seguro.

A los catálogos asentados en este campo de sellos como Alianza Música, Turner o Scherzo/Antonio Machado Libros se están uniendo sellos de prestigio e independientes como Galaxia Gutenberg y El Acantilado.

Sandra Ollo continúa con la labor que Jaume Vall­corba amplió en este campo a lo largo de su última etapa.

“La publicación de este tipo de libros responde en primer lugar a nuestro gusto personal y a la necesidad de entender y conocer más y mejor este arte”, comenta la editora.

“Además, a menudo, nos parecía que los libros dedicados a la música estaban pensados exclusivamente para especialistas.

Lo que nosotros hemos querido hacer es acercar el ensayo musical al público general y romper esa barrera”.

Los títulos de El Acantilado en ese campo cuentan con una aceptación cada vez mayor.

“Extraordinaria, de hecho, y sus lectores, que son amantes de la música, claro está, con diferentes niveles de formación, agradecen profundamente que el autor se aleje de tecnicismos (aunque en algunas ocasiones resulte imposible) y tenga un espíritu divulgativo sin por ello prescindir del rigor”.

Aparte de La música en el castillo del cielo, de John Eliot Gardiner, El Acantilado ha publicado recientemente los fascinantes viajes por Francia e Italia de Charles Burney, considerados el inicio de la crónica musical moderna; El piano, de la A a la Z, del siempre brillante Alfred Brendel, o las obras de referencia de Ramón Andrés, como el Diccionario de música, mitología, magia y religión.

En el caso de Galaxia Gutenberg, Joan Tarrida, su editor, se dio cuenta de que había mercado por explorar cuando dos de los éxitos de la editorial —El canto de las sirenas y La imaginación sonora— fueron los volúmenes que Eugenio Trías dedicó a analizar, en una especie de compendio y guía muy personal, la música de varios compositores a través de la filosofía.

“Descubrimos que ese nicho estaba poblado de lectores fieles, muy cultos y con ansia de ampliar sus conocimientos”.

Entre los clásicos de los clásicos está Javier Alfaya, editor de Scherzo/Antonio Machado Libros, con un asentado catálogo.

“Ha sido una tarea heroica por lo difícil que resultaba llamar la atención acerca de ellos. Pero eso no rebajaba nuestra exigencia, ni el convencimiento de que era nuestro deber publicarlos”, comenta.

A los citados hay que añadir que Alianza Música ha seguido renovándose con títulos como La ópera, de Laia Falcón; El cuarteto de cuerda, de Cibrán Sierra, o El piano, de Justo Romero, y que Turner mantiene su amplia colección de biografías.

Si a todo ello le añadimos que, de vez en cuando, las grandes editoriales sacan adelante algunos auténticos e insólitos best sellers como El ruido eterno, de Alex Ross, la creciente riqueza de lo que en tiempos no era más que una rara excepción ha experimentado todo un cambio.

Para bien, claro.

Escrito por JESÚS RUIZ MANTILLA para ElPais

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