Mateo Romero fue sin duda el compositor más prestigioso de la corte de Madrid durante la primera mitad del siglo XVII.
Son numerosos los testimonios de la época que nos hablan de su talento y del respeto que le tenían sus contemporáneos.
Pero quizá el texto más laudatorio se deba al cantor Lázaro del Valle, quien le recordaba en 1654 diciendo:
El primero de estos tipos [los músicos de la Real Capilla] a quien el mundo ha dado el laurel fue el maestro Capitán, Mateo Romero, maestro en el arte de la música del rey nuestro señor don Felipe IV y maestro de su Real Capilla, mereciendo por sus obras ser honrado y favorecido de S. M. con plaza de su capellán de honor y capellán de los Reyes Nuevos de Toledo.
Honrole también S. M. con hacerle secretario de la gran caballería del Tusón, todos los cuales dichos oficios, con pensiones que tenía sobre obispados, le valían en cada año cinco mil ducados de renta, sin las ayudas de costa que S. M. le daba.
Fue de nación flamenca, natural de Lieja; tuvo el mejor gusto para componer villancicos y tonos de guitarra que se ha conocido en hombre de su arte.
Compuso muchas misas, muchos salmos y motetes, canciones, himnos, salves y cánticos, con tan sonora armonía y consonancia, que puedo decir con verdad que muchas veces se me espeluznaban los cabellos de gozo, cuando mis compañeros y yo los cantábamos.
En fin mereció por muchas razones el nombre de Capitán, dado éste cuando era niño.
Este testimonio permite entrever su importancia como músico e introducirnos en su biografía.
Era, en efecto, natural de Lieja (Bélgica), donde fue traído al mundo hacia 1575 por Jean Romarin y Pascale Loart.
En dicha ciudad fue reclutado, en 1585, por emisarios de Felipe II con el fin de servir como niño cantor.
En octubre de ese año pasó a España y a comienzos del año siguiente le encontramos ya entre los músicos de la Capilla Real como “Mathieu Romarin”, junto a los “cantorcillos que vinieron de Flandes”.
Allí recibió las enseñanzas de George de la Hèle y el maestro de capilla, Philippe Rogier.
Allí, también, debió demostrar el talento sobresaliente entre sus compañeros que le valiera el curioso apodo de “Maestro Capitán” o “Capitán” y que movió a Felipe III a nombrarlo maestro de capilla apenas accedió al trono en 1598.
También es cierto lo afirmado por Valle en cuanto al trato de favor que recibió por parte de Felipe IV, quien le ratificó como maestro en 1621 y le llenó de nombramientos inalcanzables para los músicos de la época.
Esto último se debió a la relación personal que el músico tenía con el monarca, a quien había enseñado composición y viola da gamba.
Pero también pudo verse facilitado por el linaje que ostentaban sus padres, quienes eran, según Paul Becquart, “nobles que poseían blasones”.
El hecho es que fue nombrado escribano de la orden del Toisón de Oro en 1621 y Capellán de los Reyes Nuevos de Toledo en 1624 (previa concesión de la “naturaleza castellana” en 1623).
Obviamente, estos nombramientos tenían muchas veces un carácter honorario y el único fin de incrementar los ingresos y el prestigio social del beneficiario.
Aparte de ello, su ordenación como sacerdote en 1605 le había permitido obtener “pensiones” con fondos de diversas diócesis o arquidiócesis: Pamplona (1611), Jaén (1621), Santiago de Compostela y las Canarias (1622) y Toledo (1623).
Todo ello le permitió acumular un capital considerable.
Por estas y otras razones, Romero ha sido considerado por diversos autores como un sujeto materialista y ávido de fortuna, que manejó su carrera –política y musical– valiéndose de un carácter autoritario.
Esto explicaría, por ejemplo, su evidente discordia con Carlos Patiño, quien le sucedió en el magisterio de capilla luego de que se jubilara en 1634.
Uno de los aspectos interesantes de su biografía es el estrecho contacto que mantuvo con el duque Juan de Braganza, uno de los más notables melómanos de la época, quien tenía en su biblioteca musical varias obras de Romero y las hacía ejecutar con frecuencia.
En 1638 invitó al compositor a visitar su corte en Portugal durante varios meses, hecho que, a fines del siglo XIX, despertaría las sospechas del compositor e investigador Francisco Barbieri de que Romero hubiese sido enviado allí por el propio Felipe IV como espía, para sondear las posibles intenciones del duque de independizarse de España.
De haber sido así, sus gestiones habrían sido infructuosas, pues es bien sabido que el duque iba a encabezar la rebelión de 1640 y a asumir el trono de Portugal con el nombre de Juan IV.
Por estos años la salud de Romero se hallaba fuertemente alicaída, siendo poco probable que se mantuviese activo en la música.
En documentos de 1633 y 1642 declara estar en cama y enfermo; luego, en el testamento póstumo otorgado en su nombre por Pedro Varaez de Castro, en agosto de 1647, se mencionan los diversos “accidentes y enfermedades que había tenido”.
Aunque estos documentos contienen pocos detalles relacionados con la música, es interesante la mención en 1633 a su “criado” Juan de Navas, a quien deja 100 ducados de vellón.
Como señala Louis Jambou, dicho criado podría corresponder al músico Juan Gómez de Navas, cantor de la Real Capilla y padre del más conocido compositor y arpista de la misma institución, Juan Francisco de Navas.
Romero murió el 10 de mayo de 1647 y fue enterrado en la iglesia de los Premonstratenses de Madrid, siguiendo sus disposiciones testamentarias.
Al año siguiente, el rey Juan IV de Portugal intentó adquirir todos sus “papeles de música” por medio de su embajador en Madrid, cosa que sólo consiguió parcialmente unos años después, en 1652, cuando otro corresponsal le hizo llegar algunas obras de Romero y un tratado de su autoría, hoy perdido.
Como afirma el citado Lázaro del Valle, Romero compuso tanto música en castellano (“villancicos y tonos de guitarra”) como obras sacras en latín (misas, salmos y otros), hecho que le muestra como un compositor extraordinariamente completo.
Él mismo acompañaba a la guitarra sus numerosos villancicos (piezas polifónicas con texto sacro) y tonos (piezas polifónicas con texto profano) cuando eran interpretados, respectivamente, en la capilla de palacio o la cámara del rey.
No en vano es el compositor más representado en el famoso Cancionero de Sablonara, una recopilación de los mejores tonos que se cantaban en la corte madrileña hacia 1625.
Estas obras en lengua vernácula tienen dos secciones con características diferenciadas: el estribillo presenta una menor cantidad de texto y una mayor elaboración musical, con abundantes imitaciones y momentos descriptivos; en la copla, en cambio, se emplea el diálogo responsorial entre bloques sonoros o la textura homofónica, reservándose la imitación para los versos finales, cuando la narración ya ha sido comprendida.
Algunos de sus tonos muestran además un uso abundante de sostenidos y bemoles, que en algunos casos dan la sensación de verdaderas modulaciones.
En cuanto a sus obras sacras en latín, su estilo puede ser descrito, según Judith Etzion, como una “reinterpretación barroca de la música renacentista”.
Se trata, pues, de obras que a primera vista se ajustan al formato del siglo XVI, pero muestran una permanente representación de los “afectos” del texto y un uso más atrevido de la disonancia.
Dentro de este grupo, sus piezas policorales aparecen como las más cercanas a un estilo “barroco” en un sentido arquetípico, por su preponderancia de la textura en acordes, el tratamiento aun más libre de la disonancia y la presencia de un bajo instrumental.
Es quizás en estas obras policorales donde Romero se muestra en todo su esplendor.
Y, aunque las oportunidades que el auditor contemporáneo tiene de escucharlas son aún relativamente escasas, como ocurre con la mayor parte de la música española del siglo XVII, quien haya podido hacerlo coincidirá seguramente con Lázaro del Valle en que se “espeluznan los cabellos de gozo”.
Sobre la biografía de Romero el trabajo fundamental sigue siendo el de Paul Bécquart: Musiciens néerlandais à la cour de Madrid (Bruselas, 1967).
Algunos documentos complementarios se hallan en Alejandro Vera: Música vocal profana en el Madrid de Felipe IV (Lérida, 2002) y Louis Jambou: “De Mateo Romero a Juan Hidalgo”, Nassarre, 22 (2006), pp. 349-376.
Hay también información sobre el compositor y su contexto, especialmente en relación con el repertorio
profano, en el importante estudio de Luis Robledo: Juan Blas de Castro (ca. 1561-1631). Vida y obra musical (Zaragoza, 1989).
La obra latina de Romero ha sido publicada por Judith Etzion (ed.): Mateo Romero (Maestro Capitán). Opera omnia latina, 5 vols. (Neuhausen, 2001).
Obras profanas de Romero se encuentran en Judith Etzion (ed.): El cancionero de la Sablonara (Londres, 1996), así como en las numerosas ediciones con música del siglo XVII español de Miguel Querol y Mariano Lambea (Barcelona).
Su obra grabada es aún escasa. Sin embargo, hay una selección de piezas latinas de su autoría en Erik Van Nevel (dir.): Matheo Romero.
Music at the Spanish Court (Cypres, 1996) y Jean Tubery (dir.): Mateo Romero: Office Pour L’ordre De La Toison D’or (Ricercar, 2005).
Encontramos tonos profanos de Romero en el disco que La Colombina dedicó al Cancionero de la Sablonara (Accent, 1999), en el cual la ausencia de acompañamiento instrumental –algo impropio en este tipo de repertorio– se ve compensada por la afinación, el empaste y la expresividad característicos de este grupo.
Otros tonos de este compositor se hallan dispersos en los registros que Hesperion XX ha dedicado al Siglo de Oro español.
Autor: Alejandro Vera Aguilera
Grandisima musica, aun por decubrir.