Generalmente, en el ámbito académico se acepta el hecho de que las artes musicales no conocieron un desarrollo en el Chile colonial equivalente al de otras regiones del subcontinente latinoamericano. Factores como la abundante actividad sísmica de la zona, los frecuentes conflictos bélicos y el hecho que administrativamente la Capitanía General de Chile tuviese una importancia secundaria y dependiese del Virreinato del Perú, constituyen elementos que pueden haber dificultado el florecimiento de las artes en la región.
Sin embargo, la creencia extendida entre los musicólogos desde el siglo XIX acerca de la precariedad de la actividad musical chilena en los siglos XVII y XVIII ha sido refutada por Alejandro Vera en su artículo de 2004 La música en el convento de La Merced de Santiago de Chile en la época colonial, publicado en el nº 201 de la Revista Musical Chilena.
Vera reconoce que los expertos han defendido tradicionalmente la escasez de instrumentos musicales en el Chile colonial y cita en concreto a Claro Valdés, que escribe:
“Los instrumentos musicales fueron escasos en los primeros siglos de la época colonial. A comienzos del siglo XVIII las damas chilenas tocaban clavicordio, espineta, violín, castañuelas, pandereta, guitarra y arpa […]. Se escuchaba cantar y tocar los pocos instrumentos disponibles entonces en el país a las señoritas de casa.”
Es decir que la ejecución musical quedaría relegada al entorno doméstico como actividad para señoritas. Y es que la información sobre el particular ha sido siempre muy reducida.
No obstante, Alejandro Vera dedica la mayor parte de su trabajo a defender que efectivamente existió una rica vida musical en las tierras chilenas de los siglos XVII y XVIII, y para ello centra su atención académica sobre el convento de La Merced de Santiago de Chile.
La Orden de la Merced llega a Chile con Pedro Valdivia en 1541 y se establece definitivamente en la capital hacia 1548. En 1566 construye la Ermita de Santa Lucía en el emplazamiento en que más adelante estará la basílica de La Merced. La ermita, edificada de adobe y de madera de ciprés, no sobrevive al terremoto que asola Santiago en 1647, pero el templo se vuelve a levantar en 1683, esta vez con ladrillo y otros materiales igualmente resistentes. Tras sufrir numerosos desperfectos con motivo de otro gran seísmo en 1730, en 1736 comienza la construcción de la basílica que ha llegado hasta nosotros.
El convento de La Merced fue uno de los enclaves religiosos más importantes del Chile colonial y es por ello que Alejandro Vera decide rastrear desde allí la escurridiza presencia de la música en la región.
La falta de estudios e investigaciones al respecto ha llevado a la creencia de que la actividad musical en tierras chilenas se aglutinaba en torno a la capilla de la catedral de Santiago, siendo la música en los monasterios un fenómeno precario y marginal. Los estudios de Vera sobre La Merced parecen indicar lo contrario. Un documento de 1676 hallado describe una numerosa relación de instrumentos pertenecientes al convento:
«Un órgano pequeño […], dos cornetas nuevas, un fogote, una dulzaina, un arpa, un bajón, una vihuela, una buena guitarra, más otra vihuela vieja.»
Además del inventario anterior, se habla de un cuaderno de canto de órgano, cinco legajos con música para las fiestas de la Virgen de La Merced y cuatro libros de canto llano.
Otros testimonios hablan de que en 1678 Fray Manuel de Toro Mazote regaló al convento un arpa nueva, y que en 1683 el órgano fue llevado a Lima y devuelto posteriormente, probablemente para ser reparado.
En 1687 se describen importantes daños en la iglesia, probablemente fruto de un terremoto, y el inventario que se realiza en 1691 no se hace referencia alguna ni a instrumentos ni a libros de música, lo que lleva a suponer que fueron destruidos en la catástrofe. No obstante, para 1692 se había repuesto el órgano y se volvía a mencionar la existencia de “cuatro libros antiguos”, que probablemente habían sobrevivido.
En 1695 se reporta la llegada de un órgano nuevo desde Lima y de un gran surtido de libros relacionados con la música del culto.
Las fiestas más solemnes celebradas eran las de San Pedro Nolasco el 28 de enero, padre de los mercedarios, y la fiesta de la Natividad de la Virgen María, el 8 de septiembre. Para ellas se menciona en documentos de la época el pago a trompeteros y a cantores, que en ocasiones eran personas laicas, como demuestran los registros de los pagos de 4 reales realizados a un tal Pancho el Cantor en 1697 y en 1721.
Aparte de los instrumentos inventariados, a menudo surgen referencias a otros no registrados en el convento de La Merced, lo que nos lleva a pensar que hubo muchos más de los que reflejan los documentos oficiales de la Orden. Por ejemplo, en 1717 el centro contaba con dos arpas no inventariadas que requirieron un cambio de cuerdas para la fiesta de San Pedro Nolasco; en enero de 1721 el convento tenía un “monocordio”, es decir, un clavicordio, y en 1726 se habla de que alguien tocó el clave, por lo que también pudo tener un clavecín.
A finales del siglo XVIII hay testimonios de que se contrataba a músicos profesionales para tocar en las festividades religiosas. Refiere Alejandro Vera que en julio de 1791 se pagaron veinte reales «al violinista que tocó en la novena» y que en mayo de 1799 se menciona la participación del órgano, el oboe y dos violines.
Concluye Vera que todo esto demuestra que hubo una intensa actividad musical en el Chile de los siglos XVII y XVIII, a tenor de todo lo descubierto en el convento de La Merced, que a fin de cuentas era un monasterio más modesto que otros de la América colonial.
Finalmente, otro aspecto que destaca el autor son los vínculos musicales que tuvo La Merced con la capilla de la catedral de Santiago y con Lima, lo que a su juicio justifica que la música del convento estuviese sujeta a influencias externas y no aislada en una burbuja, asimilando las innovaciones de cada época.