Hace 3 siglos surgían un número bastante importante de obras, algunas de las cuales sobreviven hoy como joyas irrepetibles y modelos únicos de un pasado creativo verdaderamente grandioso.
Hay por lo menos cuatro compositores que en estos tres siglos siguen viviendo a través de sus obras y hoy los sentimos como contemporáneos nuestros, tal es la vitalidad de esa música, que la escuchamos como si acabara de surgir.
Tal es el caso del Gloria de Vivaldi, o el Salve Regina de Domenico Scarlatti.
O las Leçons de ténébres de François Couperin, que los franceses no olvidan, todas de 1715.
En cambio esperan ser sacadas del abandono el Amadigi di Gaula de Handel, conocido en Londres el 25 de mayo de 1715 o Il tigrano, overo L’egual d’amore e di fede de Alessandro Scarlatti, que Nápoles conoció en el teatro San Bartolomeo, el 16 de febrero de ese mismo año.
Es cierto, es importante el número de óperas haendelianas que el siglo XX ha recuperado (tal vez una decena), rodeándolas de una fidelidad y un esplendor soberbios, como Giulio Cesare (que el Colón dio a conocer en 1968 con dirección de Richter y régie de Poettgen) y Xerxes (que el Colón incorporó a su repertorio en 1971 por el mismo equipo Richter-Poettgen).
De todas maneras, es grande el número de sus títulos que aún esperan en este siglo XXI ser rescatadas.
Pero acerquémonos a Antonio Vivaldi, una de las glorias de la música.
Digamos que si su nombre ha quedado grabado entre los primerísimos puestos en el repertorio de la música instrumental, no ha sido menos importante su labor en el campo de la música religiosa, sólo que esta última debió esperar más tiempo para ser estudiada y valorizada a partir del fecundo trabajo, ya en el XX, de insignes musicólogos.
Era natural que Vivaldi dedicara gran parte de su tiempo a la composición de obras para el templo.
Siendo muy joven, pudo ingresar a la orquesta de la célebre basílica de San Marcos.
Fue tonsurado en 1693, y a través de diversas etapas arribó a su sacerdocio en 1703.
Sin embargo, no ejerció durante mucho tiempo su ministerio y de ahí nació la leyenda según la cual un buen día Vivaldi habría interrumpido el servicio religioso que estaba pronunciando para dirigirse a la sacristía y anotar un tema de fuga.
Ello habría causado el enojo de la Inquisición y con ello la prohibición de decir misa.
El interesado se ocupó a menudo de defenderse, argumentando que su insuficiencia respiratoria (una especie de asma) lo había obligado en tres oportunidades a abandonar el servicio, razón por la cual debió alejarse de sus tareas sacerdotales.
Por supuesto, muy pocos creemos en este argumento.
El Gloria (según el catálogo RV 589) para solistas, coro mixto y orquesta, incluye algunos números a cargo de orquesta y coro, otros son arias para las solistas, de genuina expresividad.
En más de un momento Vivaldi nos ubica asimismo en el espíritu del concierto instrumental, donde brilló, ya se sabe, como uno de los grandes representantes del barroco italiano.
La obra concluye con una fuga sobre las palabras Cum Sancto Spiritu, de dramático y arrollador tratamiento contrapuntístico, antes de desembocar en el vibrante Amén, expresado por Vivaldi a través de un inefable sentimiento de alegría y de absoluta certidumbre en la fortaleza de su fe, que nos convence hoy, a 300 años.