Hace falta asomarse a una de las dos «f» del violín para verlo y son muchos los violinistas que deben conformarse con leer esta inscripción en sueños.

Antonius Stradivarius Cremonensis.

Tres palabras en latín que, seguidas por una fecha del siglo XVIII, son sinónimo de dos cosas que se pueden resumir en una frase: ese instrumento vale oro porque en su día lo hizo el maestro Antonio Stradivari, el lutier más grande de todos los tiempos.

El gran maestro, por entonces, se instaló en Cremona, una pequeña localidad del norte de Italia que tiene su pequeña réplica —con todos los respetos, claro— en Madrid, en el barrio de Ópera, donde la madera habla.

«A veces hasta me dice demasiadas cosas», bromea Mariano Conde, un hombre al que, como cuenta con orgullo, Paco Lucía ya conocía «incluso antes de nacer».

«Mi padre le construía las guitarras y yo me crié viendo a gente como él, Manolo de Huelva o Niño Ricardo tocando en casa», explica desde el taller del número 1 de la calle de la Amnistía.

Allí continúa con una larga tradición de guitarreros que comenzó hace más de 100 años.

Porque sí, ellos no son lutieres, son guitarreros:

«Si la guitarra es española y existe la palabra para definir al que las hace, yo soy guitarrero, producto español».

Un poco más arriba, al seguir el empedrado de la calle del Espejo está el taller del Luthier de Ópera.

Sólo con bajar las escaleras que dan acceso a la tienda ya se respira otro ambiente.

Destaca la humedad que, según admite Carlos Moreno, las manos que dan nombre al taller, «va bien para mantener los instrumentos».

Una vez superado el golpe de humedad, los ojos del visitante se distraen con los violines, violas, violonchelos y violas de gamba —instrumento barroco similar al «cello»— que esperan al músico que los recoja bajo la abovedada estructura del lugar, que parece mentira que esté en una calle del Madrid de las prisas, el dióxido de nitrógeno y los coches por todas partes.

«Uno trata de rodearse de un lugar con la mayor armonía posible.

De hecho, para el proceso creativo es ideal que el lugar sea hermoso y bello», revela Moreno, que nos recibe en completa soledad.

«Una de las características del lutier es que trabaja solo», subraya el lutier, que señala a continuación el porqué.

«Para que el instrumento tenga valor, tú tienes que construirlo completamente solo, es un trabajo muy íntimo», descubre el artesano, que resta mérito —aunque lo tenga— a su trabajo:

«El lutier trata de imitar o evocar la perfección del instrumento antiguo, de una copia stradivaria».

Sin embargo su labor, como recalca, llama la atención de los que considera «molestos turistas» que interrumpen su trabajo.

«Ha habido veces que estaba yo trabajando muy concentrado en una guitarra y me he encontrado aquí, justo a mi lado, a un turista, aquí también nos pasa», confirma Conde, lo que refuerza el carácter casi místico de este trabajo que, pese a ello, también tiene mucho de precisión.

Arte y matemáticas

Para Francisco González, arquetero —que recibe esta denominación gracias a la insistencia de su mujer al instaurar este término en la Real Academia—, la ecuación se basa en combinar dos aspectos, arte y matemática porque, como subraya, «un gramo de más o de menos en un arco puede desgraciar la vida de un músico».

Bien lo sabe este mexicano que comenzó su andadura siendo lutier, precisamente en Cremona, antes de llegar a España ya con la certeza de que un buen arco es tan importante como el propio instrumento para un músico.

«El arco me enamora. Tengo la obsesión del sonido y con el tiempo he ido entendiendo que proviene del arco», sentencia un hombre que, desde su taller en un bajo cercano a la Ópera, pone el mismo mimo en los arcos que construye, ya sean para el mejor solista del mundo o para el niño que quiere llegar a serlo algún día.

«Me merecen el mismo respeto», sostiene el único arquetero que en España que es miembro de la prestigiosa Asociación Internacional de Arqueteros.

Pese a ello, y por mucho que su «compañera» de trabajo le haya «hablado» estos años, sigue aprendiendo: «Aún no entiendo a la madera».

Escrito por ENRIQUE DELGADO SANZ para El ABC

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