Discantos, motetes, órganum: esas fórmulas por las que una voz se desplegaba en varias, poniendo al oído por primera vez, hace en torno a mil años, ante la chocante realidad de varias notas sonando a la vez.
Nuestro oído está hoy muy vivido y es difícil cogerle con el paso cambiado.
Tiene asimiladas en sus huesecillos capas y capas de música que le resultó sorprendente un día, pero ya no.
Tenemos el oído abierto en canal por siglo y pico de postonalismo.
Antes lo había removido a fondo otro siglo largo de emoción romántica, de música en carne viva.
Allí había llegado procedente de unas pocas décadas de orden clásico, muchísimas de desorden barroco, un par de siglos de luz renacentista y un milenio de bruma medieval.
A todo ello reacciona nuestro oído con gusto, pero sin mayor sobresalto.
¿Bruma medieval? Bruma, quizá, por la distancia, que nos impide ver/oír con claridad aquella música.
O por la imprecisión de la notación de sonidos, una práctica que daba entonces sus primeros pasos (más que práctica, hazaña, comparable a la aparición de la escritura), pero las brumas se desvanecen y se convierten en claridad punzante en cuanto un buen conjunto de medievalistas canta con arte y buen criterio.
Entonces el oído —el mío, al menos— recupera la virginidad, la desnudez, la vibración primigenia, y sonríe a tímpano abierto, entregado al juego de la disonancia/consonancia y su evolución a lo largo de la cuesta abajo de los milenios.
La música anterior al renacimiento abunda en monodias diversas y presenta las primeras apariciones de polifonía.
Las voces de toda la cuenca mediterránea, desde Alepo a Compostela y desde los fríos monasterios alemanes a las achicharradas comunidades coptas del Nilo, cantaban cada una a su manera.
Cantaban a Dios, pero también a los hombres, y a las mujeres, y al vino… Cantaban a una voz y, cada vez más, a varias.
Restos de estas tradiciones, pasadas por mil vicisitudes, prohibidas o unificadas por diversos poderes centrípetos, desplegadas de nuevo por la pujanza centrífuga de las gentes, enterradas y desenterradas por el zigzag de la historia, han llegado a nuestros días para enriquecer nuestra visión/audición y relativizar nuestras seguridades.
El barítono Marcel Pérès reúne casi todas estas tradiciones en su nombre, en su biografía y, sobre todo, en su voz.
Según se mire, Pérès es francés, argelino o valenciano; es cristiano, árabe o judío.
En realidad, Pérès es el mar Mediterráneo.
Con igual convicción y musicalidad hace la llamada del almuédano, pone a sonar la tradición sefardí o revoluciona el canto gregoriano, que era una cosa antes de Pérès y otra muy distinta —y mucho más atractiva— después.
Solo o acompañado de su conjunto, el legendario Ensemble Organum, combinando certeramente rigor y creatividad, Marcel Pérès personifica la música medieval.
Marcel Pérès está estos días en Burgos, en el Monasterio de Las Huelgas, cantando con el Organum y dando un taller de interpretación centrado en el célebre manuscrito polifónico que se conserva en el Monasterio.
Aparte de las virtudes antedichas, Pérès tiene una risa asombrosa, baritonal, irrepetible y milenaria.
Yo estoy convencido de que es una risa medieval.
Así me imagino riéndose a un abad de Cluny o a un juglar amigo del Infante Don Juan Manuel.
El otro día cenábamos al lado del Monasterio y del contiguo Hospital del Rey, apabullados por el aroma de la leña de asar. En la mesa, raciones varias.
Sudoroso jamón, mollejitas rebozadas, rico boletus y, para disimular, ensalada verde.
Hablábamos del códice de Las Huelgas, que se copió en el Monasterio, en el mil trescientos y poco y no se ha movido de ahí, lo que es rarísimo. Hablábamos de cómo contiene todos los tipos de polifonía, a una, dos, tres y cuatro voces.
Surtido de formas, verbena de estilos.
¡Tapas!, jua, jua jua. ¡Son tapas!, y se moría de risa el gran Marcel, pillando con el tenedor un discantus rebozado.
Escrito por Álvaro Guibert | Elcultural
Gracias por todo lo hermoso que siempre ofrecen…….